Siempre he admirado la osadía francesa, esa osadía llena de humor, elegancia y de un buen gusto que mata; Le Chateaubriand, es un restaurante osado.
Las reservaciones son complicadas —como es de suponer, siendo este el restaurante número 21 en la lista de 50 Best Restaurants of the World—, pero en esta maravillosa democracia francesa que penetra por todos lados hay un “second seating” —como le llaman los estadounidenses—. Así, a las 9:00 en punto de una noche parisina veraniega y llena de luz llegué a formarme a una fila de alrededor de 20 personas.
Una amable mujer —que luego me di cuenta también era mesera y atendía la barra—, con unos labios pintados de un rojo precioso tomó mi nombre y me sugirió irme a sentar a Dauphine —establecimiento hermano a sólo unos metros— para gozar de una oferta muy importante de vinos naturales y pequeñas entradas.
La espera no fue corta —aunque así es y así nos tocó—, pero los langostinos para pelar y unos mejillones preparados divinamente, además de varias copas de champagne rosada, nos hicieron felices y preparaban lo que en adelante se veía venir lleno de magia.
Un grupo de más de cuatro personas en un restaurante en París siempre es curioso. Los franceses son de cenar fuera con pocos, aunque sin duda hace con más frecuencia. Nosotros éramos cinco y apenas nos sentamos en aquellas mesas clásicas francesas con base de hierro y cubierta de mármol, nos contaron de qué iba la noche: un menú de degustación, desde luego; nos dejaríamos llevar por el chef Iñaki Aizpitarte, un joven que ha roto esquema —y a quien algunos han llamado un cocinero disruptivo— pues lo mismo comienza con unos panecillos de choux y queso que con una consomé de frutas del bosque y que claramente se aleja —con enorme distancia— de la cocina francesa tradicional.
Aizpitarte y Le Chateaubriand son para comensales abiertos, ávidos de nuevas propuestas y agradecidos con el reinado del ingrediente.
Hablemos de la cocina. Los pescados fueron una gloria. Cada uno bien pensado, con una simpleza bellísima y una mezcla de verduras que siempre acompañó maravillosamente los frutos del mar. Un risotto de salicornia —quizá uno de los más finos platos de arroz que había probado—, de esos que están repletos de creatividad y riesgo y cuyo resultado, en ocasiones, es de dudoso juicio. Esta vez fue un diez de calificación.
Siendo Francia, en las mesas hay pan, mantequilla y millones de migajas en la mesa que acompañan a los platos y a los comensales alegre y humildemente hasta el final. No dejaba de observar la danza de los meseros. El servicio es desenfadado, no insistente, y en ocasiones hasta distraído pero es parte de la oferta; no hay pretensiones, no hay manteles ni el permanente cambio de copas y aún así es pacientemente gozoso.
La única proteína además de los pescados fue un pollo con una cocción impensable para los latinos, pero de una sutileza y enorme sabor; era evidente que ese pollo provenía de las mejores y más cuidadas granjas. Así son los mensajes entre líneas que te hace leer Le Chateaubriand.
Algunas rebanadas de melón para el postre y un cierre magistral con un plato con base de helado de yogurt, cerezas frescas en mitades —prodigiosas en el verano francés— y blanquísimas almendras crudas. Sin duda uno de los grandes postres que he probado en mi vida.
Le Chateaubriand es una experiencia a los sentidos que reta a cualquiera que se diga conocer los restaurantes parisinos, un lugar que no tiene nada que ver con lo tradicional y más bien comulga con una muy especial mezcla entre vanguardia y propuesta franca de la suma de pocos ingredientes. En un ejercicio imaginario, si Le Chateaubriand tuviese que estar ubicado en grados de cercanía o lejanía con el cielo y el infierno, el establecimiento de Aizpitarte se perfila más bien en la zona dantesca, la más caliente, la muy atractiva y que desconcierta al amigo de la tradición.
Precisamente por ello hay que ir a Le Chateaubriand: por su osadía, por su cocina llena de destreza. Un restaurante hecho para los que, como yo, adoramos cuando la propuesta parece, sabe y se siente positivamente peligrosa.