El restaurante que ha montado un mexicano llamado Chucho (Jesús) López en La Santa María de la Ribera, una delegación obrera al norte de la capital del país, se puede entender de dos maneras: 1) como un proyecto culinario de calidad, alternativo e incluyente; 2) como el colmo de los colmos.
Chucho es ciego y es el cocinero. El maestro de cocina que le acompaña, Noé Zaldivar, ve lo mismo que él. Ana León es la camarera y en uno de sus ojos tiene «un 40% de visión». En el otro, nada. A su mesón lo han llamado El Mirón, y lo han colocado en la calle Salvador Díaz Mirón, de la colonia Buenavista. «La esquina donde estamos es perfecta», dice Chucho con seguridad señalando al exterior del negocio.
El jefe tiene delante dos platos llenos de frijoles crudos. Pronto empezarán a servir las comidas y el producto debe estar seleccionado a la perfección. «Los saco de este recipiente y los buenos los meto en este otro. Los malos los dejo fuera. El truco es acariciarlos suavemente para notar si son buenos o no. Si aprietas fuerte, no puedes saberlo», explica como si palpar una a una las miles de bolitas negras buscando imperfecciones no requiriese de ninguna paciencia.
Hace dos años y medio que supo que tendría que cambiar de profesión. Antes de que la diabetes le hiciera invidente, era chófer de funcionarios. Después llegó la oscuridad. Le costó digerir el disgusto y empezar a asistir al Comité Internacional Pro Ciegos, o «la escuela», como él dice. «Probé con todo, pero no podía con muchas cosas, ni con el braille. Pero un día entré a clases de panadería y me gustó. A partir de ahí supe que la cocina podía ser mi rumbo».
Hoy el menú en El Mirón serán lentejas con longaniza y plátano macho. También se podrá elegir arroz con azafrán, pastel de pollo o costillitas a la barbacoa. De postre hay gelatina, y para beber agua de Jamaica. Es difícil creer que una cebolla se pueda picar en trozos tan diminutos y en apenas unos segundos sin poder ver siquiera la cebolla. Así lo hace Noé, que ya era cocinero antes de que hace cuatro años se desprendieran sus retinas también a causa de la diabetes. «Yo esto lo sabía hacer antes de no ver», le quita hierro a la proeza de su corte al tacto.
Si sus excompañeros en el restaurante Rafaelo hubieran visto la destreza con la que enciende los fogones, mide las cantidades, desmenuza el pollo y remueve lo que echa en la olla quizás no hubieran pensado que ya no valía para el trabajo el día que se presentó en aquella cocina a tientas. «Yo lo dejé, pero es cierto que allí ya nadie se fiaba de mí. No se confía en un ciego cerca del fuego».
Cuando por fin recuperó el ánimo y decidió ir al Comité a buscar apoyo se opuso a su madre y le dijo que no iría en taxi el primer día hasta la institución, «que no siempre iba a haber para taxi y que tenían que adaptarse a la nueva situación». Fue en autobús. Comenzaba así un trayecto de esfuerzos que acabó haciendo parada como personal de cocina, bar tender y sumiller en el Cordon Bleu de México y un puesto de profesor de cocina en el Comité.
«Chucho era mi alumno», cuenta sobre los inicios de este nuevo proyecto que arrancó a principio de año. «Entablamos buena amistad y un día me dijo: “¿Sabes? Hay que montar un restaurante”. Me dijo que iba a ser algo con un concepto diferente, nuevo, y que contaba conmigo en la cocina. Yo le contesté que adelante, que él ya había probado lo que yo sé hacer».
El equipo del Mirón no quiere ser un restaurante donde su invidencia sea el motivo para asistir. Están muy seguros de su calidad culinaria. Noé la denomina «comida casera con toques gourmet». Entre otras cosas de andar por casa, estos chefs aterrizados en barrio de tacos hablan de «patas de salmón flameadas con vodka, pechugas empanizadas en salsa de pimiento y purés de remolacha acompañados de medallones de pescado».
«Se hace con el resto de los sentidos, no es tan necesario ver», responde al ‘cómo’ el cocinero. «Con el oído puedo saber si algo está hirviendo, o qué cantidad de líquido he servido en una copa. Mis manos son mis ojos. Y para las cosas que no puedo tocar me tengo que fiar del olfato, por ejemplo, para ver si el salmón está en su punto en la sartén. Y por supuesto, el gusto. Es necesario que pruebe cada una de las cosas que vamos haciendo para comprobar que ha salido como queríamos».
Mitchi López es la cuarta trabajadora del restaurante y «los ojos de este lugar». Aunque nunca antes había trabajado en hostelería decidió que el cambio de tercio del exchófer, su padre, eran un buen aliento para intentarlo. «La necesitamos para que se asegure de que todo está saliendo de 10. Digamos que hace de todo un poco y tiene la tarea de supervisión», dice el jefe sin dejar claro si con ese término se refiere a la tarea de vigilar, o al superpoder que tiene respecto al grupo.
Desde su experiencia vidente, Mitchi ha observado como «cuando la gente viene aquí, algunos tratan de asomarse hasta la cocina para comprobar que realmente lo que están comiendo lo está cocinando una persona ciega». «Yo he notado que aquí se crea un ambiente entrañable y especial con los comensales. La mayoría son jóvenes y se van maravillados».
También les ha tocado vivir la experiencia de unos clientes que «se pusieron groseros» porque su comida tardó en salir. «Pero es que el que viene aquí ha de saber que este no es un restaurante común, sino un restaurante que conlleva vivir una experiencia. Se lleva a cabo dentro de un concepto que hay que saber entender», defiende Mitchi. «El que quiera comida rápida mejor que busque un McDonalds».
Ana termina de ordenar la caja del dinero y se pone a cortar mangos. Tiene 24 años y empezó a perder la vista a los 16. En un momento dado, deja los mangos porque Chucho le pide, literalmente, que «le preste sus ojos un segundo». «Entre los cuatro nos ayudamos para que todo salga. Y el ambiente entre nosotros es muy bonito», dice la veinteañera mientras rellena la jarra de agua del día atinando a la perfección con su 40% de vista izquierda.
Una vez al mes, copiando un modelo que sabían que existía en Europa, El Mirón organiza sus Comidas a Ciegas. Un evento con cita previa en el que el restaurante se vuelve opaco a la claridad, la clientela cruza la puerta con antifaces oscuros y el menú no se revela hasta dar por concluido el almuerzo. «La intención es que los comensales puedan experimentar la comida y el servicio a través de sentidos que no sean la vista», explican. En esas ocasiones Mitchi pierde funcionalidad y Chucho se queda en la barra escuchando que todo está saliendo bien. «He agudizo tanto el oído que a mi esposa le digo que para hablar de mí con sus amigas se vaya a una habitación cerrada lejos. Al menos si no quiere que me entere», da fe Chucho de una nueva ultracapacidad.
«¡Y estas son las gafas de los domingos!», termina de dejar claro que eso de no tener vista no es un asunto que deba tomarse tan en serio. Se ha colocado unos anteojos con unos ojos azules pintados en los cristales para la foto y enseña otro modelo que a veces también luce, «el de entre semana». Entre las variedades que se pueden elegir en el menú hay un plato llamado «Con poca luz», una botana de «Te veo y no lo creo» y también vasos de «Si te vi no me acuerdo».
«Estamos trabajando para sacar esto adelante», comenta. «Esto ya está empezando a volar». Mitchi y Ana encantadas con su nuevo oficio, a Noé ya no le importa haber dejado atrás su formación en diseño gráfico y Chucho se ha dado cuenta de que existía la satisfacción laboral más allá del volante. «Todas las personas se adaptan a todo», asegura Noé mientras tritura a velocidad vertiginosa un diminuto diente de ajo invisible, «a todo, excepto a no comer». Y sigue dando vueltas en la olla a esa única cosa indispensable para cualquiera.