Todas las bebidas que me infunden respeto -sino miedo- en Colombia contienen alcohol, aunque este no sea de los países más bebedores de América Latina: está en el puesto 12 en la región, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud de 2015; 35.3 litros per cápita de bebidas alcohólicas al año, según la consultora Euromonitor.
La que más se bebe en el país es la cerveza (hay muy buenas de fabricación nacional). Vino se consigue aunque el país no sea productor, pero no se lo ve por todas partes. Es muy popular el ron (también hay algunos muy buenos) y además se toma bastante whisky.
Pero esas no me asustan. Las que siguen sí.
La más fácil de conseguir, omnipresente en el país, es el aguardiente, o guaro como le dicen aquí. Un destilado transparente, anisado y de bastante graduación alcohólica (alrededor de 30%).
Para empezar, los anisados no me gustan mucho y si eso fuera poco, desde que llegué al país -hace cerca de dos años- me vienen advirtiendo que deja un guayabo (una resaca) de los malos (¿cuál exactamente no lo es?).
Lo probé, sí, y tal vez por eso lo evito aún más, a pesar de que a tanta gente le encante y me lo ofrezca insistentemente y con gran generosidad.
De las bebidas que me cuido es la más difundida pero tal vez no la más potente.
El ardor más fuerte de garganta, la patada más violenta a la cabeza, me la propinó un solo sorbo de biche (o viche, que en Colombia define algo verde o crudo). Lo probé en uno de los más interesantes festivales de Colombia: el Petronio Álvarez en la ciudad de Cali, dedicado a la música y la cultura del Pacífico del país, tierra de la afrocolombianidad.
El encuentro es una celebración orgullosa de la Colombia negra del Occidente del país. Y por orgullo -y para generar ingresos a quienes viajan horas, días, en bote, bus, a pie, desde algunas de las zonas más pobres del territorio para ofrecer sus productos- solo se venden bebidas del Pacífico.
¡Qué bebidas! El biche que casi me tumba (imagino que habrá otros menos salvajes). Está hecho a base de un destilado de caña de azúcar y hierbas y quienes lo venden garantizan su efecto afrodisíaco.
Hablando de afrodisíacos, no se puede no mencionar el arrechón, una especie de crema de whisky, que no parece tener ni crema ni whisky pero sí bastante alcohol (menos que aquel biche) y hierbas especiales de la zona del Pacífico que, según aseguran los vendedores y vendedoras, darán la máxima capacidad amatoria a cualquier hombre o mujer que lo beba (“arrecho/a” en esta zona se refiere a alguien que tiene alto deseo sexual).
“Sietepoooolvos, tumbabraaaagas”, gritan al paso del público.
También está el tumba catre, una bebida semejante en sus supuestas propiedades al arrechón, como puede concluirse de su nombre, y la toma seca, que los vendedores recomiendan para mujeres que han dado a luz.
Hay que reconocer que todos estos brebajes tienen encanto y son solo algunas de las bebidas alcohólicas del Pacífico, apenas una región en un país de múltiples identidades geográficas, y por lo tanto de múltiples bebidas autóctonas.
Como el chirrinchi, que aún no he probado, pero amigos y conocidos ya me han infundido respeto hacia él. Lo preparan en La Guajira, en el noreste, los indígenas wayuu, a base de azúcar de caña (otra bebida propia de pueblos indígenas es la chicha, que se encuentra en otras partes del continente).
Y hablando de la caña, y dejando atrás el alcohol, una bebida que suele ser parte del ritual de bienvenida en cualquier hogar -sobre todo rural- de Colombia, es la aguapanela (o agua de panela), hecha a base de agua y azúcar de caña sin refinar (panela), generalmente con limón. Se sirve fría o caliente.
Si es caliente y se le agrega aguardiente, más azúcar y canela se convierte en canelazo, una infusión muy popular, pero si nos vamos para ese lado terminamos en el café y ya nos desviamos mucho.
Así que volvamos a las bebidas frías.
Colombia es uno de los principales consumidores de jugos de frutas del mundo (según un estudio global de 2015, dirigido por Gitanjali M. Singh, de la escuela de nutrición de la universidad Tufts, de Estados Unidos). Tiene toda la lógica. Con las frutas que se consiguen en el país no sorprende ver vendedores de jugos por las calles, jugo vendido en bares y cafés, jugos congelados que se compran en tiendas y supermercados.
Claro, hay preferencias. Hay quienes no cambian el jugo de lulo (una fruta propia del noroeste sudamericana) por nada, están los que prefieren el de feijoa, otros elijen el de uchuva pero a mí me gusta el de mandarina. Opciones son lo que sobra.
Y combinaciones.
En el departamento del Valle del Cauca preparan, por ejemplo, la lulada, para la que le agregan al lulo limón, azúcar y hielo (a veces alcohol).
Pero una de las preparaciones más exóticas que he conocido en Colombia es el champús, que es como un gran menjunje de todo (sin alcohol), un recorrido por los productos de la tierra del país: lleva maíz, panela, lulo, piña, canela y clavo de olor.
Si hay algo que no se puede decir de Colombia es que le falte diversidad de bebidas.
De algunas hay que cuidarse, pero la mayoría son dignas de ser probadas y vueltas a beber una y otra vez.