La cocina es maravillosa. Está llena de fenómenos sorprendentes que nos cautivan: el inflar de la pasta hojaldrada en el horno, cuando flameamos una carne en la sartén, al desmoldar un pastel volteado de piña o los mejillones abriendo en la marmita del caldo y todas esas técnicas que se explotan en los programas de televisión, como cuando vemos a José Ramón Castillo temperando el chocolate en el mármol con movimientos amplios de su espátula.
La cocina tiene también otra expresión que es silenciosa y sutil, en la que las emociones van sazonando misteriosamente los guisos que llegan hasta la boca del comensal para conmover todo su ser. De esta manera la cocina acompaña a sus artífices en los procesos de vida definitivos, cuando se toman las decisiones entre el amor y el desamor como en la película Amor a la carta.
Eso es lo que le sucede a Ila, un ama de casa hindú que todos los días se afana por conseguir la atención y el gesto amoroso de su marido cretino. A diario le cocina manjares llenos de cariño, pasión y entrega total pero no recibe respuesta alguna.
Ante esta situación tan injusta, la voluntad superior del Universo decide jugar a los dados y ocasiona un error que cambiará la vida de dos personas.
Resulta que en la ciudad de Mumbai existe un eficiente sistema de reparto de alimentos llamado dabbawalas. Como la cocina hindú está llena de especialidades que deben de ser cocinadas con esmero y cuidado por las amas de casa, ellas preparan la comida de sus maridos y la envían en un portaviandas que llega a tiempo y calientita a la oficina, con una especie de cartero especializado en recoger y entregar comidas.
Los hombres solitarios recurren a restaurantes o cocinas económicas que ofrecen el servicio, como Saajan, un oficinista a punto de retirarse quien enviudó años atrás. En una de esas extrañas sincronías de la vida, la comida destinada al marido cretino le llega a él. Al paso de los días y de los menús —afectado por la buena sazón de los platillos— se da cuenta que esa deliciosa comida no es la preparada en la cocina de su barrio y decide enviar una nota a la cocinera agradeciendo las viandas y solicitándole un poco de menos chile en ellas pues en un acto desesperado en el que ella no consigue ni el más pequeño gesto amoroso de su marido decide vengarse con el chile asesino en su siguiente comida. Ila, por su parte, apena al saber que la flecha ha herido la lengua de otro y no la de su burdo acompañante.
Así comienza un intercambio epistolar y culinario que madura lentamente hasta poner contra la pared a sus protagonistas y colocarlos en la disyuntiva de buscar al otro y abrir la oportunidad a la felicidad, o continuar en la rutina y la insatisfacción. Esas decisiones siempre son las más difíciles pues la felicidad conlleva riesgos siempre: implica sentir el peligro de la duda, de saber si estamos haciendo bien, siguiendo el camino indicado, si nuestra actitud es la correcta y la acción la precisa.
Para hacer felices a otros a través de la comida que preparamos es necesario sazonarlo todo con esta emoción que te hace sudar las manos cuando el platillo va a la mesa y no sabes que va a pensar y sentir el comensal. Dudas si la magia ocurrirá, y si el que come tu comida va a crear esa intimidad necesaria contigo para la satisfacción o tu sazón le pasará desapercibida.
Por otra parte, como comensales quizás tenemos hambre del cuidado, esmero y cariño que se pueden lograr a través de los alimentos preparados. Entonces resulta una grata sorpresa cuando la casualidad nos lleva a contactar con esa persona que pone su empeño en darse por completo en el acto de cocinar.