Seguí a un chile en nogada desde el huerto, hasta mi plato
Por Ollin Velasco // Munchies en Español

Volví de Puebla masacrada por mosquitos de invernadero, pero feliz de haber probado la mejor nogada de mi vida

Aunque el chile en nogada es un platillo ante el que muchos se cuadran cada septiembre (y al que suele verse con ojos de admiración que sólo inspira un amor platónico), no falta quien cuestione las razones que lo han llevado a ocupar ese lugar en el trono, donde se acomoda cuando llegan las Fiestas Patrias a México.

Hace poco hablaba con un par de amigos sobre el tema. Ellos defendían la idea de que este platillo está sobrevalorado. En pocas palabras: que son caros y que no es para tanto. Casi logran convencerme.

Tuve que ir a Puebla, para visitar el único restaurante en el país donde los producen desde la mata, para presenciar su camino del huerto a la mesa. Sólo así pude darme cuenta de que hacerlos conlleva un elevado grado de confección.

Es hasta poético asomarse a un plato de tal complejidad, ya terminado y decorado. Pero más allá de la vista, descubrí por lo menos cuatro razones (a mis amigos les gustará saber de ellas) que permiten comprender por qué esta receta sí merece estar enlistada entre las rockstar del mes.

El chile no nace, se hace

Así como no todo lo que brilla es oro, tampoco cualquier chile se puede montar sobre un plato de talavera, para los patrios menesteres que nos ocupan. Fui al restaurante Barroco, en lo más alto de la Angelópolis (en la capital de Puebla), y me colé a su huerto en medio del EcoParque Metropolitano.

Nunca vayan a un huerto-invernadero sin repelente contra mosquitos.

Después de presenciar cómo un equipo (tres biólogos, el chef Alan Sánchez y el sous chef) se encargaba de controlar todas las variables ambientales para la maduración del chile, me di cuenta de dos cosas:

1) que no es buena idea entrar a un invernadero de este tipo sin antes bañarse en repelente para mosquitos, y 2) que en esta entidad hay quienes trabajan sólo para hacer crecer chiles correctamente.

Para que sean casi perfectos, han de cultivarse en un entorno de entre 14 y 25 grados centígrados, con 40 centímetros de separación entre planta y planta, y cosecharse luego de alrededor de 70 días de crecimiento. Antes, no y mucho después tampoco, porque se corre el riesgo de que empiecen a deformarse en la punta.

Hermosos capsicum annuum cuidados bajo condiciones de ensueño.

Una vez que han pasado las pruebas, hay que cortar los de color más verde (dejándoles cerca de un centímetro de tallo) y llevarlos a las brasas. Luego de estar bien calientes y tatemados se les mete a “sudar” dentro de una bolsa de plástico y, cuando enfrían, se les retira con cuidado la piel quemada y después se les desvena.

Pero esto es sólo el inicio

Picadillo para las entrañas

El relleno es otro reto a la capacidad de un buen cocinero, pues para prepararlo se necesitan mezclar infinidad de ingredientes y seguir al pie de la letra igual cantidad de pasos. La versión más básica de las entrañas (literal) de este chile se prepara con carne de puerco, cebolla, ajo, pera, naranjas y piñas cristalizadas, duraznos, manzanas, tomates, almendras, piñones, nuez moscada, laurel, tomillo y pimienta.

No obstante, la celosa receta poblana no se concibe sin la manzana panochera de Zacatlán, el acitrón de biznaga de la Mixteca del estado, pera de leche y nueces de estación, traídas de San Nicolás de los Ranchos, ubicado en las faldas del mismísimo Popocatépetl.

La preparación es un ritual, en el que cualquier variación puede ser vista hasta como una falta de respeto a la tradición.

Dentro de una familia, implica la reunión de todos alrededor de una mesa; en Barroco, procuran emular la ceremonia organizando un pelotón de cinco cocineros, cada uno con una función distinta: unos picaban, otros freían y unos más rellenaban los chiles. Verlos enfocados en su milimétrica labor era como estar frente a una orquesta, en el trance de una pieza maestra.

Un equipo de cocineros, haciendo posible la próxima comanda. Foto cortesía de Restaurante Barroco.

Como puede inferirse, en Puebla la cocina es tan respetada como una madre.

La nogada, con pincitas

Uno recuerda a un chile, por su nogada. Y aunque de ella hay tantas versiones, como fieles comensales, al menos ahora puedo decir que vi cómo hacían una tradicional. Así que ya podría enfilarme a morir en paz.

Una prueba a la poblanidad de una persona bien podría consistir en ponerla a catar nogadas y especificar qué tan líquida o pasada de nueces está. El paladar endémico del estado está afinado en esas lides, así que más vale tener a la mano una báscula gramera al momento de prepararla.

A la nogada se le trata con pinzas, pues es delicada hasta para refrigerarse.

Después de pelar las nueces de Castilla (lo cual es una tarea que requiere de horas), la verdadera faena para lograr la espesa salsa blanca se libra dentro de una licuadora, cuando se agregan también las almendras, el azúcar, un chorrito de vino de Jerez y la crema y quesos traídos desde las lácteas (y frecuentemente bañadas por ceniza del volcán Popocatépetl) tierras de Chipilo.

Capear o 2no capear, he ahí el dilema

Una vez que me senté a la mesa y tuve enfrente mi plato tricolor, decorado con perejil y granada (cultivada por cierto en el mismo huerto que el chile), reparé en que estaba capeado.

Las granadas también proviene fresca del huerto

Como buena fuereña me quedé un rato examinándolo, y las respuestas a varias preguntas que empecé a hacerme vinieron de la mesa de al lado. Una mujer, llamada Daniela —nacida en la capital del estado,según me enteré— me contó que hay quien deja intacto el plato si no se sirve de esa forma.

La contundencia de su declaración me hizo arquear una ceja. Y puse en acción los cubiertos.

El chile era de talla mediana y lo mejor era su cubierta.

Para ser sincera, hubiera esperado un poco más de la mezcla de sabores que prometían tantos ingredientes nativos en el picadillo. Pero la nogada no tenía mamá, y se encargó de todo. En general, el chile era tan distinto a todos los que había probado antes, que si no hubiera sido por el bombazo de calorías que representaba, sin dudarlo me hubiera pedido otro.

Por último, arreglé cuentas con el hueco que me quedaba, con la bandeja de dulces típicos artesanales que me pusieron enfrente cuando pedí el postre.

Mazapanes, cocadas y dulces de leche, posando para la foto al momento del postre.

Seguirle los pasos a este platillo típico me enseñó que la cocina. Además de destilar sentimiento, es un acto de disciplina aderezada de un considerable monto de obsesión.

No volveré a probar una nogada de la misma forma y, aunque nunca intensearé con la precisión del paladar poblano (que no tengo), sí pienso reunirme de nuevo con mi par de amigos incrédulos para contarles por qué cada hora de trabajo tras bambalinas del platillo justifica su precio y por qué lograr decentemente uno es casi como hacer arte.

Es obvio que no cualquiera tiene “buena mano” para hacerlos de forma impecable y, aunque talento hay en todas partes, la receta original no se le discute a Puebla porque (con perdón de sus reinterpretadores de otras latitudes) al chile en nogada, ante todo, se-le-respeta.

Puedes encontrar la nota original en Munchies en español.