La proverbial lentitud de los caracoles es tema de fábulas y cuentos infantiles, pero una vez que se presentan en el plato, guisados conforme a la regla, lo más probable es que desaparezcan a toda velocidad.
Resulta curioso que el más célebre de los univalvos sea un animal terrestre pues en efecto, los caracoles de tierra pertenecen a la familia de los moluscos gasterópodos y por lo tanto son parientes muy cercanos de los caracoles y otras viandas marinas, como el abulón.
Aunque existen muchas variedades, quizá los más celebres sean los caracoles blancos, cuyo nombre científico es Helix pomatia y que son conocidos como de Borgoña, o Romanos; son los famosos escargots de la cocina francesa con un tamaño promedio de unos 4 centímetros y un peso que puede llegar hasta los 30 gramos. Una verdadera delicia gourmet.
Otra variedad con gran demanda son los comúnmente conocidos como caracoles de jardín, o Petit Gris, que presentan una concha sensiblemente más oscura así como un tamaño menor, ya que en promedio tan solo miden unos 2 centímetros, con un peso aproximado de 10 gramos; se trata del Helix aspersa, mejor conocido en nuestro país como caracol panteonero.
En el otro extremo tenemos al caracol gigante africano, Achatina fúlica, que puede llegar a medir hasta 30 centímetros de longitud y también es comestible; aunque actualmente se le considera como una plaga dañina a los cultivos.
Otros caracoles de tamaño chico y muy apreciados por los sibaritas del mundo son el escargot turco, o Helix lucorum; el caracol rayado, o Capea nemorali; la vaqueta de monte, o Iberus Gualtieranus Alonensi; la cabrilla, boquinegra, u Otala punctata… entre muchas variedades que pueden llegar a ofrecerse a precios exorbitantes.
Aunque estas últimas especies generalmente se cosechan silvestres de la naturaleza, la gran mayoría de los caracoles que llegan a la mesa se crían en parcelas específicas protegidas con redes, donde los animalitos crecen junto a sus plantas favoritas, como calabaza, trigo o avena, alimentándose con ellas hasta su madurez.
Un dato curioso es que estos moluscos son hermafroditas y se reproducen con gran rapidez; algo también poco conocido es que la “hueva” de caracol, que constituye un ingrediente exótico sumamente exclusivo pues alcanza precios superiores al caviar de esturión.
Los caracoles se pueden adquirir en diversas presentaciones y también se comercializan vivos. En este caso es importante “purgarlos” durante un mínimo de dos de días, poniéndolos en una caja bien ventilada y alimentándolos con harina de trigo.
Para cocinarse en su concha existen dos caminos principales. Hay quienes los remojan en agua con vinagre o también se pueden poner sobre una cama de sal gruesa; con ambos métodos lo que se procura es quitarle la baba al gastrópodo y posteriormente se cocina en un caldo corto -agua condimentada con ajo, cebolla, hierbas de olor, sal y pimienta- durante 2 o 3 horas.
Una vez cocinados, tiernos y muy suaves, se terminan de guisar en la salsa elegida o conforme la receta; ahora bien, es mucho más fácil conseguirlos congelados o enlatados, los moluscos por una parte y las preciosas conchas, grandes, limpias y listas, que se venden aparte y se pueden utilizar varias veces.
Quizá la receta más famosa sea “a la Bourguignonne”, caracoles al horno en su concha, con ajo y mantequilla de hierbas pero en cada país se cocinan de forma local: en salsa de tomate; con semillas de cilantro, ajo y vino; con anchoas, hinojo y vino blanco; en salsa de chile pasilla; en arroz; con pasta… hay numerosas recetas.
Puede afirmarse que el consumo de este delicioso alimento se remonta a los orígenes del hombre pues aparte de su gran sabor son una estupenda fuente de proteínas y han sido tema del arte en todas las culturas, tanto por la belleza de sus conchas como por lo enigmático de su naturaleza; no cabe duda que el caracol acompaña al hombre desde su más tierna infancia.
Es bueno saber que existen platos, pinzas y trinches especiales para disfrutarlos en forma elegante, pero comerlos directamente de su salsa, con las manos y un palillo, será un motivo más para chuparse los dedos.