No hay de otra: si quieres aprender a cocinar tienes que…cocinar. No importa cuántos libros de recetas o sitios web consultes, la única manera de aprender es poner en práctica toda esa información que devoras con los ojos.
Aunque parezca una locura, mi relación con la cocina fue complicada durante muchos años. Crecí en un hogar donde mamá y hermana eran excelentes cocineras, pero en el que, al mismo tiempo, se hacía énfasis en un aspecto con el que jamás estuve de acuerdo, que dolía: la cocina es para las mujeres.
Crecí con la idea virulenta de que las mujeres debemos aprender a cocinar para servir a los hombres y alimentar a una familia. La cocina como un deber, una imposición, una especie de jaula.
No, señor.
Así, la cocina fue un lugar que evité durante mucho, mucho tiempo; este era un sitio al que solo accedía de vez en cuando para preparar mis postres favoritos, esos platos tan innecesarios como satisfactorios, con el único objetivo de hacerme feliz.
Durante años, evitar la cocina fue una especie de revolución, de protesta.
La reconciliación con este espacio llegó años después, cuando abandoné el hogar donde crecí.
Ahí, en la soledad de mi departamento en un cuarto piso, comencé a jugar con los ingredientes, a perder el miedo al horno, siempre con música, siempre bajo mis propias reglas, sin tener que alimentar a nadie más que a mí misma.
Cocinar dejó de ser una imposición y se transformó en un placer.
Pedí a mi madre sus recetas para replicarlas en mi cocina -MI COCINA- y a mi propio ritmo. ¡Ay su caldito de pollo!, ¡sus chiles rellenos!, ¡sus lentejas con tocino!, ¡su sencillo alambrito de res con pimientos!, ¡sus frijoles con chorizo!
Los intentos no siempre fueron -ni son, ni serán- exitosos. Aún recuerdo la vez que un refractario con chiles rellenos de queso se me rompió en las manos justo al sacarlo del horno, o cuando el fabuloso pastel de zanahoria -receta de mi hermana- quedó incomible, asquerosamente repleto de grasa.
Aprender a cocinar es aprender a sobrevivir.
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