En esta ocasión toca hablar del orgullo de las cocinas norteñas México y comenzaré por tratar las Baja Californias. Extremo noroeste del país, donde es posible verificar, hoy en día, las líneas escritas hace más de dos siglos: «ya que la tierra de California es poco fértil de frutos, suple el mar la falta de bastimentos».[1]
Actualmente, la cercanía de la frontera ha abierto mayores posibilidades a la cocina internacional. Aunque sigue siendo reflejo de ese desierto y de las dificultades para el cultivo la profusión de guisos con papa y nopal a los que se aúnan el higo y los dátiles; siempre bien aprovechados para hacer pasteles con un toque de piloncillo y nuez.
Ahora que si de productos marinos se trata, es un reto hartarse en las Californias de comer almejas al vapor, tacos de cazón, de camarón, de langosta o cualquier pescado que aquí, como en ningún otro sitio, bien hacen honor al dicho: «Tres veces muere el buen pez: en agua, aceite y vino». Y es que la parte norte de la Península es la región vinícola por excelencia en todo México.
Separada del «otro norte» del país por un estrecho tramo continental y por el mar de Cortés, los californianos gozan igualmente de las buenas carnes que caracterizan a la ganadería de Sonora, Chihuahua, Sinaloa y Durango. La época colonial triunfó en estas tierras como en ningún otro sitio. La ganadería española y el cultivo del trigo que, en conjunción, dieron lugar a deliciosos cortes muy bien acompañados por tortillas de harina y algún queso de factura menonita.
La versión de este platillo en Sonora es conocido como burros norteños, en alusión a la tozudez de los yaquis, quienes gustaban especialmente de ellos, así como de las tradicionales coyotas, especie de tortitas de hojaldre rellenas de piloncillo.
Carnívoros, ¡atención! Estamos hablando de las cocinas norteñas y, si el destino lo lleva a Chihuahua, pedir una barbacoa de olla es una buena opción. Este platillo —a diferencia de la más conocida, de hoyo— es cocinado con manzanas, apio, chocolate y tequila.
Para el siguiente día pida pacholas, que son como milanesas de carne molida y chorizo, cubiertas de harina, hechas en un metate y pasadas por la sartén, ideales para hacerse acompañar de unos frijoles charros. Guisos que, además de atractivos, matan cualquier hambre.
Y aquí no paramos, porque entre las cocinas norteñas sigue la de Sinaloa, la tierra del chilorio. También uno de los estados que, gracias a sus 800 kilómetros de costas, logra buena parte de la recolección camaronera mexicana.
La abundancia de este producto ha diversificado sus usos en la cocina, pues con él se hacen desde albóndigas hasta chicharrones.
De entre los frutos nativos, baste mencionar uno de los más tradicionales en la repostería mexicana: el zapote negro que, melado[2] con jugo de naranja y una copita de coñac potencia su sabor.
Ahora que si de excentricidades se trata, en Durango se hace una empanada de mermelada de calabaza que, como característica especial, usa cerveza fría en su elaboración.
Parte de nuestro norte es Coahuila, estado caracterizado por un frío invierno y un verano ardiente, escasez de agua y extensiones de tierra interminables, condiciones que motivaron el consumo de todo aquello que se apareciera en el camino. Bajo estas condiciones, la inventiva culinaria tornó la otrora inapetecible tortilla dura en totopo, gracias a la manteca que la fríe y la conserva durante un poco más de tiempo, mientras que el membrillo logró convertirse en el merecido toque dulce de aquellas sobrias dietas.
Los que no cantan mal las rancheras con eso de la proteína son los neoleonenses, de cuya cocina se suelen destacar los famosos «almuerzos» de machaca con huevo, carne de res salada y secada al sol que, se especula, surgió a partir de la necesidad de optimizar las raciones de carne durante la guerra y de la exigencia por lograr una buena conservación.[3]
Pero si de orgullo estatal se trata, basta con una comilona de cabrito que bien puede acabar con una gloria, dulce hecho a base de leche quemada y nuez, oriunda de Linares.
Nos hemos encaminado a Tamaulipas; entre caminos de naranjos y rancherías es posible llegar a la costa; a la fértil huasteca o a un desierto pujante de labor ganadera, que continúa la tradición asadera del norte y que ha dado paso a la ya internacional carne a la tampiqueña.
Tierra pródiga que combina bien los dones de la tierra con los frutos del mar, siendo la especialidad de las costas las jaibas, al punto de ser llamados «jaibos» los nativos del lugar. Unas de las más ricas son las «jaibas a la Frank», que se sirven dentro de tortillas hechas de queso.
Del norte no nos podemos ir sin pasar a San Luis Potosí, donde, como reza la copla: «¡Es fortuna entre fortunas probar tus sabrosas tunas, coralitos de nopal!», frutos rojos muy asediados en temporada de calor para hacer nieves o gelatinas. San Luis, tierra donde las clásicas quesadillas se tornan en enchiladas potosinas al añadirle a la harina del maíz con que se hace la tortilla chile ancho y cerveza.
Y si de antojitos se trata, qué tal unas enchiladas zacatecanas. Versión que va rellena de lomo deshebrado y cubierta por una salsa de crema y chiles poblanos, con queso desmoronado y hojas de lechuga. Mientras que para gordas sin igual, las de Guadalupe, también de Zacatecas, puestas al comal y rellenas de guisado.
En este punto de nuestro recorrido, el espacio apremia y exige cerrar el apartado, aunque el que se haya irremediablemente abierto es el apetito. ¡Buen provecho!
[1]Miguel Venegas, Noticia de la California y de su conquista temporal y espiritual hasta tiempo presente, Madrid: 1757.
[2]Cocción que da a algunos alimentos —el azúcar, por ejemplo— consistencia de miel.
[3]Larry LevínKosberg (coord.), Enciclopedia de la comida familiar por estados, México: P. V. Banrural, 1988.