En Bulgaria, el yogur está en todas partes. Lo encuentras en platos típicos como el falafel y la moussaka y en las heladeras de los supermercados.
Es la base de platos tradicionales como tarator, una sopa fría hecha con yogur, agua, pepino, nueces y hierbas. Otra comida típica, snezhanka, es una ensalada que lleva yogur, pepinos, ajo y eneldo.
La gente anda por las calles de Bulgaria consumiendo bebidas con yogur. Y en los restaurantes es común mojar en yogur rebanadas fritas de zucchini.
“Ponemos yogur en todo”, me dijo Nikila Stoykov, un residente de la capital búlgara, Sofía.
“Yo como tres potes al día. Uno en la mañana, otro durante el día y uno de noche antes de acostarme”.
El yogur tiene una larga historia en Bulgaria.
Muchos en este país aseguran que fue descubierto allí accidentalmente por tribus nomádicas hace unos 4.000 años.
Las tribus transportaban la leche en recipientes hechos con piel de animales, un ambiente ideal para el crecimiento de bacterias y la fermentación necesaria para producir yogur.
Es probable que este producto haya sido descubierto en diferentes lugares al mismo tiempo y que se haya originado en Medio Oriente o Asia Central.
“El yogur fue parte de la dieta en la región del Báltico durante siglos”, afirmó Elitsa Stoilova, profesora de etnología en la Universidad de Plovdiv, en la ciudad del mismo nombre en el centro de Bulgaria.
“La región de los Balcanes es uno de los lugares del mundo donde se hallan el tipo de bacteria y las condiciones de temperatura necesarias para producir yogur en forma natural”.
Más allá de su origen, lo que sí sabemos es que Bulgaria fue clave en la introducción del yogur en Occidente y en su transformación en un alimento popular.
Fue un científico búlgaro quien descubrió la composición del yogur. Poco después de su boda en 1904, Stamen Grigorov regresó desde la región de Trun en Bulgaria a la Universidad de Ginebra, donde estudiaba medicina.
Llevaba consigo una cacerola tradicional de arcilla llamada “rukatka” llena de yogur para examinar en su laboratorio. Un año después, Grigorov identificó la bacteria esencial que causa la fermentación de la leche y su transformación en yogur.
El microorganismo fue denominado lactobacillus bulgaricus, un término que vinculó para siempre a la nación búlgara con la producción de yogur.
Y en honor de su descubrimiento, un pueblo de Trun llamado Studen Izvor, donde nació Grigorov, alberga ahora el único museo del mundo dedicado al yogur.
Hoy en día cuando pensamos en yogur imaginamos las variedades de Grecia, Turquía o incluso Islandia. Pero en las décadas de 1920 y 1930 el yogur de Bulgaria estaba de moda debido al descubrimiento de Grigorov.
El trabajo del medico búlgaro fue continuado por el biólogo ruso y premio Nobel Élie Metchnikoff. En su libro de 1908 “La prolongación de la vida”, Metchnikoff vinculó la longevidad de los campesinos búlgaros a su alto consumo de yogur.
De hecho, en la región de los Montes Ródope, un macizo montañoso que se extiende por Bulgaria y Grecia, se halla una de las concentraciones más altas de centenarios en Europa.
La idea de que el yogur prolonga la vida desató una “manía por el yogur” en Suiza, Alemania, España, Reino Unido y otros países europeos, que incorporaron a la dieta occidental este alimento hasta entonces poco conocido.
La nueva demanda por el yogur búlgaro cambió profundamente al producto. En Bulgaria, el yogur era producido tradicionalmente en casa por las mujeres, que medían los ingredientes “a ojo”.
Cuando la producción se transformó en un proceso industrial se introdujeron medidas estrictas, equipo especializado y “cultivos puros” que excluían la microflora adicional de las recetas caseras.
Y la elaboración a gran escala en otros países llevó al uso del fermento lácteo en polvo y la leche de vaca.
“Los yogures tradicionales eran producidos con leche no pasteurizada de diferentes animales, como búfalos u ovejas. Actualmente asociamos el yogur a la leche de vaca y esto se debe a la industrialización del producto”, explicó Stoilova.
En el caso de Bulgaria, si bien continuó en muchos casos la tradición del yogur casero, la producción cambió cuando el Estado tomó a su cargo la industria láctea en 1949. El yogur se transformó en un símbolo nacional que diferenciaba a Bulgaria de los otros países del bloque soviético.
El gobierno se propuso crear un yogur búlgaro “auténtico”. Y para ello, expertos en microbiología recorrieron el país recogiendo muestras de yogur casero producido por mujeres en sus rukatkas.
Los científicos seleccionaron luego los cultivos mejores en términos de sabor y beneficios para la salud. Y así nació un nuevo yogur búlgaro oficial, que el Estado patentó y comenzó a exportar.
La empresa estatal LB Bulgaricum sigue siendo propietaria de la patente y vende licencias a otros países como Japón y Corea del Sur donde el yogur búlgaro es muy popular.
Desde la muerte de Metchnikoff y la caída del comunismo en 1989, la promoción estatal del yogur ha perdido fuerza.
El yogur búlgaro ya no es tan famoso en Europa como en el pasado, pero la producción casera no sólo continúa en Bulgaria sino que está ganando popularidad.
El número de productores independientes cayó durante la era comunista de 3.000 a solamente 28. Pero ahora existen numerosas empresas pequeñas y locales.
Una de ellas es Harmonica, que produce la única marca de yogur de Bulgaria con el certificado de “producto orgánico”.
Cuando visité su establecimiento lechero en las afueras de Sofía, uno de los técnicos, Toma Georgiev Bayatev, me mostró cómo la leche orgánica de vaca es transformada en yogur.
El proceso moderno usado por Harmonica sigue pasos similares a los descritos por Grigorov en 1905.
La leche es pasteurizada a 96 grados centígrados y enfriada posteriormente hasta 43,5 grados. A esta temperatura se agrega el fermento lácteo y se deja fermentar la leche durante seis horas.
El yogur es luego refrigerado y empacado, listo para el consumo.
Cuando probé el yogur de Harmonica el sabor era un tanto agrio y bastante denso, con una capa cremosa arriba.
No era tan suave como los productos a los que estoy acostumbrada. La textura granulada se debía al uso de leche no homogeneizada.
Y fue refrescante saborear algo tan diferente.
“La autenticidad del yogur búlgaro reside en su variedad, no en un sólo producto estandarizado”, señaló Stoilova.
“Si dos abuelas en dos pueblos distintos producen yogur con los mismos ingredientes, el sabor será diferente“.
“Y esto se debe a que el yogur es un producto íntimo. Está vinculado a la tierra, a los animales, al gusto de cada familia y al conocimiento que se transfiere de una generación a la siguiente”.
Si bien no hay tantas variedades de yogur búlgaro como en el pasado, las tradiciones vibrantes en torno a este alimento permanecen.
Los productores de yogur ofrecen sus creaciones en hoteles y restaurantes en diferentes pueblos e incluso al borde de las carreteras. La conexión íntima a este alimento sigue viva.
Nikila Stoykov, quien al comienzo de esta nota habló de su costumbre de comer tres potes de yogur al día, resumió su relación con este producto de la siguiente forma: “Cuando era niño mi abuela solía mezclar yogur con mermelada de frutas y me decía que era ‘helado’. Era una opción mucho más saludable que el helado común”.
“Ése fue el truco de mi abuela para que comiera yogur y luego se convirtió en un hábito. Soy consciente de todos sus efectos benéficos, pero esta no es la razón por la que como yogur”, añadió Stoykov.
“Para mí, hacerlo es simplemente parte del estilo de vida de Bulgaria”.