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Teotitlan del Valle. Foto: Sectur Oaxaca

El sabor de una historia

Por Animal Gourmet
Teotitlan del Valle. Foto: Sectur Oaxaca

Teotitlan del Valle. Foto: Sectur Oaxaca

Por Martha Patricia Montero

En la tierra de Dioses a pie de monte que es Teotitlán del Valle –según se quiera leer en náhuatl o en zapoteco– la gente está acostumbrada a darle tiempo al tiempo, como una receta infalible para crear maravillas. Ubicado en los Valles Centrales de Oaxaca, se distingue sobre todo por el dominio de la lana: cardarla, teñirla, e hilarla para crear formas llenas de significado y color.

De cierto modo, hay un símil con la cocina propia de ese estado mexicano que es todo cultura y sabor: a cada proceso de la hechura se le dedica un tiempo, lo mismo que a los pasos para la elaboración de platillos tan preciados, como el mole.

Los tinteros aguardan a que el parásito Coccus Cacti invada el nopal, para después desprenderlo, molerlo en el metate y obtener el intenso tono granate. Dejan secar cáscaras de granada, que utilizan más tarde para lograr ese amarillo budista o sol de oro. También ponen a macerar tallos y hojas de plantas de la familia Indigofera, conocida como jiquilite, para formar luego una pasta que es la base del color añil o índigo. Por separado hervirán luego en ollas grandes la lana virgen con estos preparados, y esas ebulliciones aromáticas darán por resultado arcoíris para tejer sueños.

No hay forma de acelerar esta etapa previa, en la que incluso cuidar el crecimiento de las ovejas es vital para asegurar la fineza de las prendas. Todo principio va encaminado a un fin para enriquecer la vida.

Por ello se palpa la tierra y se prepara para la siembra, atendiendo la relación de los cuatro elementos esenciales y la orientación de los puntos cardinales. Se aguarda la lluvia, se ofrenda al sol, y la química de la naturaleza se manifiesta. El producto de ese trabajo bendecido se puede admirar, degustar y adquirir en el  mercado cercano de Tlacolula, cuya presencia dominical es una tradición ancestral.

La compra nunca es ágil, el trayecto lo dicta en igualdad de balanza la intuición y la sabiduría. Todo debe desprender esencia y frescura, e incluso en la variedad de chiles secos que se requieren se comprueba la deshidratación perfecta, que ocurre a lo largo de 10 a 20 días bajo el calor del sol y entre lienzos de fina madera o paja.

Pero no basta cosechar o abastecerse adecuadamente: los buenos oficios para preparar un buen mole se heredan de generación en generación, del mismo modo que las formas en que deben montarse los hilos de lana en el telar de pedal, según lo que se quiera tejer, sea para el uso propio o la venta.

Esto lo sabe bien Elena Ruiz, miembro del Centro de Arte Textil Zapoteco Bii Daüü, madre de Fabiola e hija de Doña Juana Ruiz, distinguida habitante de Teotitlán abocada a tejer sabores.

Aún con su aparente frágil figura, es a ella a quien los pobladores encargan grandes cantidades de mole para bodas y otras festividades. Ahora, en el afán de preparar una cantidad menor, selecciona como ajuar una hermosa blusa blanca, realzada por un collar de flores bordadas; listón rojo para enlazar sus trenzas de cabello cano; unos aretes de coquetería menuda; y enseguida obsequia esa sonrisa genuina de quien disfruta lo que hace con tanta maestría.

Elige el centro del patio de su casa para disponer, en platos sencillos y ollas pequeñas de barro, cada uno de los elementos a utilizar. Cerca de ella se sientan su hija y su nieta, como los músicos ante el director que les marca el ritmo. Privilegio testificar la sugerente creación de esta melodía, mientras Doña Juana hace una pausa para celebrar con orgullo la presencia femenina y familiar. En total tuvo 14 hijos, de los que viven 13, y tiene 35 nietos y 6 bisnietos, aunque la mayoría emigró a Estados Unidos y sabe poco de ellos, “porque no tienen papeles”.

Cada ingrediente tiene su lugar en esta partitura y exige, antes de integrarse magistralmente con los demás, pelarse, cortarse, triturarse, sazonarse… Cuando llega el turno para pasar rápidamente por el comal, que ya arde sobre la lumbre viva, tres ollas grandes los esperan: una para los chiles diversos, con todo y semillas –a los que se añade agua caliente para ablandarlos–, el resto de las especies en las otras. La mano de Doña Juana se mueve con destreza, mientras utiliza unas hojas de maíz para controlar el tiempo de cada especia en la lumbre.

En el fuego, hecho con rapidez experta en unas cuantas varas, baila una coreografía de dorados, azules y rojos, casi los mismos tonos que en algunas de sus creaciones lanares utiliza con diligencia Elena, aunque ahora está a la disposición gentil de su madre.

Por fin una etapa más concluye y con una olla montada en su cabeza, las tres zapotecas de Teotitlán del Valle se encaminan al molino vecino. Las piedras que se usan son ásperas y están grabadas con surcos, son obras de arte. Ahí se juntan todos los alimentos y se trituran de forma fina hasta ir formando una pasta suave. Fabiola primero, después Doña Juana, introducen sus brazos para corroborar que se vacía completa, que no dejan nada.

Con el preciado tesoro a cuestas regresan a casa, a otro hogar preparado en el patio, donde una olla mayor y con señas de ser utilizada con gran frecuencia, aguarda. Vacían la pasta y procede Doña Juana a irla meneando con un ritmo tan dulce como su sonrisa. Ya solo falta elegir qué piezas se verterán a ella, si de guajolote o pollo, para luego servir en compañía de un arroz rojo y tortillas recién hechas.

La charla afable cobija, cobija igual una bufanda granate o un mole que aquilata entre sus ingredientes el tiempo calmo para hacerse, mientras se comparten recuerdos y enseñanzas para el oficio de la vida. ¡Provecho!

 

Martha Patricia Montero

Observar, conversar, escribir, para mi son sinónimo de disfrutar la vida. Las palabras son placer infinito que desgrano como mazorca o voy descubriendo como el corazón de la alcachofa. No me las sé todas, así que en el afán de escribir sin repetir vocablos constato la riqueza del lenguaje y me reinvento. Creo que cada ser posee historias valiosas para escuchar, muchas dignas de compartirse; y que alrededor de la comida se tejen no solo sabores sino amistades, memoria e identidad.

SEMBLANZA: Martha Patricia Montero cursa la carrera de Comunicación en la UAM-X. Posteriormente realiza un Diplomado de Comunicación y Literatura en la Universidad Iberoamericana, toma talleres de poesía con la maestra Dolores Castro y hace un posgrado en Gestión Cultural en España. Se aboca a proyectos de comunicación cultural, de forma reciente colabora con reportajes de diversas temáticas para algunas revistas electrónicas e impresas y dirige un proyecto de rescate del legado fotográfico de su abuelo, fotorreportero, de más de 86 mil negativos (www.archivotomasmontero.org). Además escribe narrativa erótica, cuentos para niños y poesía.