No recuerdo la primera vez que bebí el refresco Lulú. Seguramente fue en la tienda de mi tía, en el barrio de Santa Cruz Meyehualco, en Iztapalapa. De lo que sí me acuerdo es que mis primos, unos 10 años más grandes que yo, bebían Lulú roja y de uva después de una cáscara de futbol callejero. Entraban a la tienda y de un refrigerador de metal muy básico, que enfriaba las bebidas con hielo, sacaban los refrescos escurriendo de agua. No olvido tampoco al señor de la barbacoa los domingos afuera del local. El también ofrecía esa gaseosa que hoy se ha vuelto un clásico.
Lulú es de esas bebidas que están presentes en el imaginario colectivo, por lo menos de la gente por arriba de los treinta años. Es parte parte de los símbolos de la cultura popular mexicana. A muchos les recuerda la infancia, las comidas familiares del domingo, los recreos en la primaria donde una Lulú en bolsa bajaba la torta de jamón con queso; la tiendita de la esquina —antes que la ciudad fuera invadida por tiendas de conveniencia— donde algún caminante hacía una parada para apagar la sed con este refresco. A otros esta gaseosa les despierta un sentimiento patriótico pues es una marca de las pocas refresqueras totalmente mexicanas.
“De niño me gustaba por lo prohibido”, me platica el escritor Alberto Ruy Sánchez con ese tono de voz que crea expectativa en quien lo escucha. “El color mismo de Lulú era diferente, como moradito, daba una sensación casi de sangre, por lo menos para los niños”.
Estamos en el Museo del Objeto Del Objeto (MODO) en la inauguración de la exposición ¿Qué te tomas? Las bebidas mexicanas. Nos abrimos paso entre la gente para encontrar la única botella de Lulú de la exhibición. Alberto se emociona. “Mira, ahí está”, me dice. “Cuando yo la tomaba, era niño, me daba una impresión de eso, de algo prohibido”.
Entre montones de recipientes para beber pulque, cerveza y vino, botellas de refresco, carteles publicitarios y demás objetos, que sirven para hacer una revisión histórica de las bebidas que forman parte de la identidad del mexicano, el escritor me suelta una frase que explica de alguna forma porqué Lulú se ha vuelto una especie de marca de culto: “Hablar de bebidas es hablar de cultura porque forma parte de lo que hacemos todos los días y cómo lo hacemos. Nosotros somos no solamente lo que fuimos sino lo que vamos siendo. Nosotros somos no sólo las raíces sino las flores. Y parte de nuestra floración cultural está en nuestra bebida y en nuestra comida, porque las tradiciones se reinventan cada día. Solo las tradiciones que se reinventan están vivas”.
Los siete sabores de Lulú —frambuesa, limón, manzana, piña, naranja, toronja y uva— no varían mucho de otros refrescos similares. Lo que en verdad la ha hecho entrañable es su dejo de nostalgia en cada sorbo.
La Asociación Nacional de Productores de Refrescos y Aguas Carbonatadas dice que el principal ingrediente de un refresco es el agua (aproximadamente de un 85 a 95 por ciento). El resto es sacarosa o jarabe de maíz alto en fructosa, la cual es 1.5 veces más dulce que el azúcar de mesa. La etiqueta de Lulú de frambuesa, la emblemática color rojo, señala que contiene agua carbonatada, azúcar, ácido tartárico —para gasificar la bebida—, saborizante artificial, entre otros elementos, y rojo Allura AC, que en dosis superiores a los 300 mg/kg provoca hiperactividad en los niños, pero Lulú contiene sólo 22 mg/kg.
Por otro lado, según La guía roja y verde de Greenpeace, Lulú es una de las tres marcas de refresco en México que no utiliza transgénicos en su fabricación. Las otras dos son Pascual Boing y Néctasis, también elaboradas por la Sociedad Cooperativa Trabajadores de Pascual.
Mientras recorremos la exposición del MODO, Alberto Ruy Sánchez me cuenta su experiencia con esta bebida. “En mi casa eran muy poco refresqueros y muy asiduos a las aguas de fruta. Los refrescos embotellados eran algo muy raro. Cuando estás acostumbrado a tomar agua de frutas, el azúcar artificial de Lulú es como una especie de veneno que estás probando. Entonces lo dulce se convierte en lo contrario, se convierte en una cosa empalagosa”.
Sin embargo, ese dulce que desagrada al escritor ha servido a muchos para preparar bebidas. En La Bipo, esa especie de neocantina en Coyoacán, sirven en un vaso escarchado con chile piquín, una combinación de Lulú de piña con mezcal. Lo llaman Mauricio Garcés. Hace algunos años también preparaban su propia versión del coctel París de Noche, y en lugar de Coca Cola agregaban al brandy Lulú Cola, la cual ya está decontinuada. Por eso lo nombraron París del Naco. La Bipo incluso ocupa pequeñas botellas de Lulú como salseras.
El Barracuda Dinner, en la Condesa, también coquetea con la bebida. Ahí la sugerencia del lugar es acompañar su hamburguesa con queso manchego, guacamole y tocino con la Lulú roja; hasta diseñaron su propia versión de helado flotante y sustituyeron el refresco de cola por la clásica Lulú de frambuesa, aunque ellos se van con la finta del color y creen que es de grosella.
Hay quien mezcla el brandy con Lulú de manzana para curar la tristeza y alguna vez alumnos de la Universidad Iberoamericana hicieron un coctel sin alcohol combinando Lulú roja con Citrus, otra bebida que ha dejado de circular. En las pulquerías tradicionales algunos viejos parroquianos suelen agregar Lulú roja al pulque. Sin embargo, esta mezcla no es tan afortunada como cuando se añade Jarrito sabor tutifruti, que también es de color rojo.
“Los tenderos [personas a cargo de las tiendas] no quieren muy bien aceptar la Lulú”, me confiesa Pilar Sánchez, ejecutivo de marca de la Sociedad Cooperativa Trabajadores de Pascual, “como que ellos ya se acostumbraron sólo a Pepsi, Coca Cola, Jarrito, y no hay más”
“Y si no la tienen exhibida, ¡menos! Falta labor de los vendedores”, completa Elena Rodríguez, otra ejecutivo de marca. “Nos falta mucha difusión. La gente desgraciadamente se va con las marcas extranjeras. Algunos la siguen buscando [Lulú], aunque no los chavos. Si haces una encuesta mucha gente no sabe que tenemos ciertas presentaciones”.
Sociedad Cooperativa Trabajadores de Pascual es la tercer refresquera más importante del país y ha alcanzado ingresos anuales de hasta 3,750 millones de pesos. Sin embargo, la gran mayoría de sus ingresos provienen de su marca líder: Boing. “Se le da más difusión a Boing”, dice con pesar Elena, “y las otras marcas, pues no tienen tanto presupuesto… Somos una cooperativa, muchas veces tenemos que estar buscando que se les dé difusión. Boing es sin duda el producto estrella”.
A mediados del siglo XX la industria refresquera mexicana estaba en crecimiento. En todo el país nacían fábricas de bebidas cuyos productos eran muy aceptados por la gente, tanto que hoy sus logotipos forman parte de la iconografía regional. Es el caso de Lulú.
En 1938 Rafael Víctor Jiménez Zamudio creó la empresa Refrescos Pascual, S.A. que vendía paletas, agua embotellada y el refresco Pascual. El crecimiento de la compañía, la competencia con otras embotelladoras y la llegada de la televisión provocaron que unos años después, en la década de los 50, lanzara al mercado el refresco Lulú y comenzara a publicitar sus productos.
En 1985 nace la Sociedad Cooperativa de Trabajadores Pascual, después de tres años de una huelga que inició por la negativa de Jiménez Zamudio de aplicar el aumento salarial ordenado por el gobierno a los trabajadores del país; y se agudizó cuando los guardaespaldas del empresario detonaron sus armas contra los integrantes de ese movimiento obrero. Murieron Concepción Jacobo García y Álvaro Hernández García; otros 17 trabajadores resultaron heridos. En 1984 las autoridades aceptaron la propuesta de los huelguistas como solución al conflicto: transferir los bienes de Refrescos Pascual S.A. a favor de los trabajadores. El 8 de agosto de 1985 los cooperativistas tomaron el mando de la empresa.
“Lulú es producida por los refrescos Pascual, que tienen una historia que políticamente es muy interesante. Es la primera empresa que después de un litigio, los trabajadores se quedan con la empresa y forman una cooperativa”, me comenta Antonio Soto, director de colecciones del MODO. “Es una cosa iconográfica muy importante también, porque retomaba personajes estadounidenses como Betty Boop o el Pato Donald, que por cuestión de derechos tuvieron que modificarlos”.
Durante muchos años Pascual y Lulú se distinguieron por utilizar como logotipos al iracundo Pato Donald, para el primero, y, para el segundo, el rostro de la famosa flapper de minifalda, liga en la pierna, escote y mirada inocente, que desafió a sus padres, se fugó con su novio y se volvió independiente: Betty Boop.
Sin embargo, en la Cooperativa Pascual se cuenta otra historia. “Lo que sabemos es que el pato fue creado aquí, no al revés (en Estados Unidos), pero como no se renovaron los derechos pues se perdió esa identidad. Es lo que nos han dicho”, me explica Elena Rodríguez en las instalaciones de la refresquera, en la calle de Clavijero en la Ciudad de México. “No tenemos el registro pero se dice que el dueño anterior le puso Lulú por una de sus hijas. No precisamente por Betty Boop. Es otra. (Lulú) es chinita. Ocupan el cuerpo por eso es la confusión, porque el cuerpo sí lo manejan, se retomó de alguna manera. Ahorita nada más se está manejando con la estrellita y también la idea es irla actualizando”.
Lo cierto es que las dos chicas de caricatura se parecían mucho: rostro cuadrado enmarcado por el cabello negro ondulado, los ojos grandes, pestañas largas, la cabeza descansa en los hombros –aunque en algunos comerciales de televisión de finales de los 50, Lulú aparecía con un cuello pequeño y delgado así como con cabello lacio ondulado solo de las puntas—, boca pequeña pero con labios carnosos y un cuerpo estilizado que representaba el estereotipo de chica sexy de la época.
Mirando bien a Betty Boop y a la Lulú de los años 50 y 60, me da la impresión que son parientes cercanas, algo así como primas que guardan parecido impresionante y uno las nota distintas cuando están juntas. Las diferencias son sutiles: los ovalados ojos de Lulú abarcan prácticamente todo su rostro, mientras los redondos de Betty guardan mayor proporción con su fisionomía; el cabello de Lulú se nota más ondulado y con menos rizos juguetones que Betty. Las cejas de la mexicana lucen más cortas que su contraparte gringa. Lo único que no ha cambiado es la tipografía parecida a una firma.
“Ahora, sí te fijas (el rostro de Lulú) ya está más modernizada”, me señala Pilar Sánchez mientras me hojea un catálogo que muestra también a los personajes que identifican a sus productos líderes: el pato Pascual, la muñeca Lulú y las frutas kamikaze de Boing.
“La nueva cara tiene como 20 años”, vuelve a hablar Elena. “Hicimos el cambio porque mucha gente la relacionaba con Betty Boop. Con ella nunca tuvimos problemas de derechos. Si siguiéramos usando el cuerpecito pudiera ser. Muchos decían que era La Pequeña Lulú”. Su voz de pronto adquiere un tono de fastidio. No soporta que la gente no pueda ver la diferencia entre la niña de la historieta y la eterna cartoon sex symbol nacida en los años 30. “¡Eso es diferente! Esa era la de Toby [caricatura]. No tiene nada que ver”.
Recuerdo que incluso Alberto Ruy Sánchez se refirió a la muñeca del refresco como La pequeña Lulú, cuando me explicó que ninguna otra marca de bebidas en México tenía que ver con comics. Por supuesto no es el único. Gracias a esta gaseosa buena parte de los mexicanos, por lo menos la generación de nuestros padres y abuelos, conocen a Betty Boop como La pequeña Lulú y, por supuesto, no se refieren a la niña de pelo ondulado que peleaba con Toby para que la dejara ser miembro de su club masculino.
La “Lulú” de la botella ha cambiado, como bien dice Pilar. Su cabello es lacio y solo se ondula de las puntas a la altura de su barbilla, usa un flequillo cuadrado que recuerda a los peinados de las niñas de secundaria, ya no tiene cejas. Hasta parece menor de edad. Incluso en algunos carteles publicitarios ya tiene cuerpo, delgado y de caderas un poco anchas. Usa un saco negro que la hace ver moderna y elegante. Su boca ya no solo parece que va a lanzar un beso, ahora también sonríe, tanto que hasta se le ven los dientes blancos.
“La estamos enfocando sobre todo a chavitas”, escucho de nuevo a Elena. “¿Viste el cartel que tenemos ahí de Lulú? La queremos manejar ya más en el segmento de jovencitas porque les gusta la música, la moda. Ahí es donde queremos enfocar el refresco Lulú”.
Para lograr esto la cooperativa tiene planeado lanzar durante el segundo trimestre de este año a Lulú de cuerpo entero con un vestido de un color que identifique a cada sabor: rojo para el de frambuesa, morado para el de uva, amarillo para el de piña, etcétera. Incluso es posible que aparezca de cuerpo entero en la botella.
“De ahí se pueden sacar muchas cosas para las niñas: ropa, pijamas, blusitas con todo esto, ya ves que les gustan mucho los brillitos; cosmetiqueras, artículos para el cabello. Un montón de cosas que se pueden hacer con la marca”, dice Elena con entusiasmo.