Cuenta mi madre que hacerme dormir la siesta del mediodía, cuando tenía alrededor de un año de edad, era casi imposible. Ofelia descubrió la mejor de las técnicas: llevarme al mercado. Era una mujer joven, regordeta y con unos brazos acolchados desde los cuales yo realicé mis primeras observaciones de campo. Canasta en mano y niña en brazo emprendía la tarea de ir a la plaza para comprar verduras, frutas y de paso echar novio. Porque eso sí, Ofelia fue muy noviera.
No recuerdo nada, así que no puedo decirles lo que en ese momento descubrieron mis ojos. La gama de colores que quedó impregnada en mi memoria o los dimes y diretes que escuché en aquellos pasillos de mi temprana infancia. Lo que sí sé, porque me gusta que mi madre me platique, es que Ofelia me regresaba a casa profundamente dormida, sudada y bien chapeada.
Ahora pienso que seguramente entre puesto y puesto me dieron a probar varias cosas, que probablemente alguna vez me bajó de sus brazos para colocarme sobre bultos de papas, limones o guacales. Quizá me dejó encargada con una comadre mientras se iba a echar un taco de tripa con su novio. Eso nunca lo vamos a saber.
Los mercados me fascinan, me gusta recorrerlos enteros, platicar con la gente
De lo que sí estoy convencida es que esos trayectos se grabaron en alguna parte de mis recuerdos. Por eso, los mercados me fascinan, me gusta recorrerlos enteros, platicar con la gente y como es de esperarse termino agotada, sudada y chapeada igual que cuando regresaba a casa prendida del brazo de Ofelia.
Es así que si me dicen mercado, me apunto. Jalo mi carrito de alambre de dos ruedas, un morral cruzado y emprendo camino. En Oaxaca he tenido la suerte de vivir siempre cerca de un mercado y no imagino mi vida sin ir por lo menos dos veces por semana a comprar mis víveres. Ir a la Central de Abastos es premio mayor, un lujo de excursión que por falta de tiempo no me doy tan seguido como quisiera.
Ir a la Central de Abastos es premio mayor, un lujo de excursión
Hace un mes Rodrigo, con quien tengo el convenio de avisarnos cada vez que se trata de ir a un supermercado, me llamó para ver si quería acompañarlos a él y a Adrián a la Central de Abastos. Mi respuesta inmediata fue afirmativa, jalé el carrito y en cosa de 10 minutos ya estaba en el punto de encuentro.
Llegamos a la Central y mientras desdoblábamos el carrito me confesaron el plan que habían fraguado desde antes de llamarme y que los tenía salivando: “ir por unos de tripa“.
-Si comes, ¿verdad?- me preguntaron. Y como para esto de las vísceras tuve al mejor entrenador, léase mi padre, dije que sí sin titubear un instante.
Caminamos entonces atravesando toda la Central, el área de las frutas, las verduras, la carne con sus espectaculares cabezas de cerdo colgantes, las pollerías custodiadas por pollos suicidas, los puestos de atados de ajos, de tierra para macetas, plantas, comedores con ollas de chocolate rebosante y hieleras con barbacoa desmenuzada tapada con plásticos goteantes.
…cabezas de cerdo colgantes, las pollerías custodiadas por pollos suicidas
Llegamos por fin a una esquina, justo antes de salir a los puestos que se colocan sobre la calle. Estaban ahí: dos mujeres de mandil blanco detrás de la barra de azulejos chimuela, cada una con una sartén gigante delante. Nos sentamos presurosos y cada quien pidió dos tacos que nos fueron entregados con una rapidez no común para la ciudad de Oaxaca.
La salsa verde que retozaba en un pequeño molcajetito de plástico vio su final y ahí, entre mordida y mordida, se dejaba saborear cada nota de cebolla frita en conjunción con el punto exacto de cocción de la tripa disfrutamos la comensalidad del taco; aquel platillo que como mexicanos nos hace “ser” en el mundo.
-Esto no ha terminado- me dijeron. Falta el agua de coco. Nos pusimos de pie y siguiendo a los autores intelectuales de este banquete retomé camino.
Taco, aquel platillo que como mexicanos nos hace “ser” en el mundo
A sólo unos pasos, los cocos pelados y los vitroleros llenos de agua se asomaban encima de una mesa cubierta por un mantel amarillo y ramas de abundante follaje verde. No hace falta aseverar que la sutil decoración del puesto tropicaliza esta ciudad sin mar.
Nos entregaron a cada quien, una bolsa llena de agua de coco anudada con esa seña tan familiar que hace que se sostenga un popote color lila.
Ahora sí, “estamos listos para iniciar la compra”.
Recorremos cada uno de los pasillos. El agua de coco va resbalando fresca mientras negociamos con cada uno de los marchantes. El calor va subiendo de tono, nuestros estómagos acomodan entre tripa y tripa los taquitos homónimos y se llenan de este líquido blanquecino que conforme se deshacen los hielos va convirtiéndose a más transparente.
Ya vamos chapeados, cansados; colocamos las bolsas en la cajuela. Me subo al coche y mientras ellos platican descubro que por su culpa, una vez más he encontrado la perdición: nunca podré regresar a la Central sin visitar esos tacos, sin tomar esa agua. Hasta pienso que para la otra compraré el agua primero y me la llevaré al puesto. Ya lo sé de cierto, es el maridaje perfecto.
¡Ay Ofelia, ni te imaginas las mañas que me has pegado!
Llego a casa, desdoblo el carrito y acomodo lo comprado. Los párpados me pesan, el recuerdo me susurra que es hora de siesta. El trinomio mercado–comer–paseo después de treinta y dos años sigue operando… ¡ay Ofelia, ni te imaginas las mañas que me has pegado!