Cala enamoró a San Francisco a los pocos meses de su apertura. “Es el mejor restaurante de comida mexicana en la ciudad, probablemente el mejor en todo Estados Unidos”, dice la prensa, enloquecida por las tostadas de trucha con mayonesa de chipotle, aguacate y poro frito, platillo icónico del primer restaurante que la mexicana Gabriela Cámara ha estrenado fuera de su país natal —y versión de las clásicas tostadas de atún de Contramar—.
“La gente en California se impresiona con la comida mexicana distinta a los burritos, las quesadillas y los tacos callejeros”, me cuenta Gabriela. “No conocían la buena comida de mar que hay en México, los sabores más sutiles; por eso enloquecieron”.
Que si los sopes de pescado adobado son “una verdadera fiesta”, o que el camote horneado con salsa negra y tuétano es “la única forma en la que debería comerse [dicho tubérculo]”; todo el menú es alabado, lo mismo por comensales que por críticos. “El menú en Cala abre un nuevo camino para la comida mexicana, no sólo en Bay Area, sino en todo Estados Unidos”, escribió el crítico más reputado de California, Michael Brauer, para el San Francisco Chronicle.
Sin embargo, lo que más ha atraído la atención de la prensa, incluso la no especializada en gastronomía, es que el 70 por ciento de los empleados en Cala son exconvictos.
“El servicio es cuidadoso, aunque no siempre eficiente; pero Gabriela es una restaurantera open-minded; lo suficiente para estar dispuesta a construir un equipo donde la mayoría tiene antecedentes penales, sin experiencia previa”, escribió Rachel Levin para San Francisco Magazine. “Es admirable y radical”. A pesar de que Gabriela y Emma Rosenbush, su mano derecha y gerente de Cala, no decidieron darle empleo a exprisioneros como una estrategia mediática, la noticia le ha dado vuelta al mundo. Y muchos parecen sorprendidos.
“La mayoría me pregunta por qué contrato a alguien que tiene antecedentes penales si puedo asalariar a alguien que no los tiene?”, me cuenta. “Siempre respondo: ¿Por qué no?”.
Durante la fase de planeación, el servicio se convirtió en la preocupación principal de Gabriela pues cree que éste en San Francisco es infinitamente más informal que en la Ciudad de México, donde están sus otros dos restaurantes: Contramar y Merotoro. Entonces se valió del método que tan bien le funcionó en México: contratar a gente sin experiencia pero con ganas de aprender y superarse, y entrenarla en el tipo de servicio que a ella le gusta: atento, anticipado, jamás empalagoso.
La idea fue de Emma, quien trabajó 3 años en la firma jurídica Prison Law Office y sabe bien que el sistema carcelario en California es “kind of a mess”, en gran parte, debido a la sobrepoblación. En las 33 cárceles del estado hay más de ciento treinta mil reos (conteo hasta 2015) y la capacidad está al 150 por ciento. Así que el gobierno decidió enviar a los que expían delitos menores no violentos —robos, uso ilegal de drogas— a viviendas controladas en San Francisco bajo libertad condicional.
Cala se alió con Delancey Street y otras dos organizaciones autofinanciadas que desarrollan proyectos de reinserción social en el estado. Delancey ofrece vivienda, comida, educación, tratamiento contra adicciones, terapias y entrenamiento laboral sin costo para los inquilinos. Después les brinda empleos en sus empresas paralelas —un restaurante, una compañía de mudanza— o conexiones con otras, como Cala, y los supervisa por dos años, hasta que terminan el programa.
Los empleados de Cala, que van de los 19 hasta los 56 años (más hombres que mujeres), están dentro de este sistema, en un espacio intermedio entre la cárcel y la libertad absoluta, y según Gabriela “han sido de los mejores meseros que el restaurante ha tenido”, aunque no está segura de la razón. “Tal vez es porque servir es una actividad muy gratificante que los empodera. La gente sí quiere trabajar y restablecerse porque hay mucho miedo de estar en la calle, llena de homeless, esquizofrénicos”. Estos grupos vulnerados eran tratados en los hospitales públicos que Ronald Reagan cerró en los 80, consecuencia de una política de salud que desde entonces ha sido criticada.
Cala es un restaurante atendido por exconvictos, sí, pero eso no lo convierte en “el restaurante del año”. Que haya convencido a una ciudad de costa que comer un clam chowder en el Fisherman’s Wharf no es el único ni el mejor modo de comerse al mar, quizás sí.