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Comida casera para el alma

Por Mayra Zepeda

Siendo francos, ¿quién de ustedes no siente que alguien de verdad lo quiere cuando llega a casa después del arduo día de trabajo y de batallar con el tránsito, se sienta a la mesa y le sirven un platillo recién preparado? O, ¿a quién no le llegan a la mente recuerdos de la infancia al saborear una sopita de pasta, un caldito de pollo con sus verduritas o un arroz a la mexicana con un taquito bien apretadito hecho de tortilla recién hecha con una rayita de salsa verde? ¡Ah, verdad! Si no es por nada, pero muchos de nosotros estaríamos dispuestos a pagar enormes sumas de dinero con tal de comer a diario «como en casa».

Allá tú si se enfría…

La llamada de la panza y de las tripas es para los mexicanos un grito insoslayable, y comer en casa, por salud e higiene, es lo que todo nutriólogo recomienda; entonces, ¿por qué siempre nos deben rogar para tomar el desayuno?

Si tan sólo reflexionáramos sobre el amplio menú disponible, todos saltaríamos de la cama listos para coger los cubiertos con gracia y maestría, porque seguro que se antoja un platito de huevos al gusto, pues, ya sea estrellados, revueltos o combinados con cualquier acompañamiento, son un plato de rigor. Y para abrir el apetito, ¿qué tal unos con chorizo, jamón, jitomate picado, chile de árbol o divorciados? O como en el norte, con machaca y su salsita. Eso sí, que tortillas y frijolitos no falten, por favor.

Ahora que si se trata de un fin de semana, uno de los platos preferidos son los chilaquiles o enchiladas, siempre bienvenidos con un bistec, huevo estrellado o pollo deshebrado, su crema y queso con aros de cebolla encima. Y como remedio para la cruda, entre más picosos, mejor. Y ni hablar, para los niños, sus hot cakes, que a veces pueden estar hechos de diversas figuritas.

¿Qué hiciste de comer?

No cabe duda de que las cosas han cambiado: cada vez menos personas tienen el privilegio de comer todos los días en casa, y muchos menos tienen a alguien que les prepare los alimentos, como sucedía hace apenas unas décadas: llegas a casa, dejas la mochila, la bolsa, el portafolios o el suéter botado por ahí y preguntas sobre el menú del día para que te dieran como respuesta la frase que nunca se desgasta: «Tú lávate las manos y ya siéntate».

Luego venía la plática, preámbulo donde entraban los temas clásicos sobre el clima, el tránsito, las clases o el trabajo —según fuera el caso—, las noticias del día o si tu tía llamó para avisar que el sábado habría reunión en casa del abuelo para festejarle su cumpleaños. Acto seguido, llegaba a ti el primer platillo, el tortillero y la jarra de agua fresca con un vaso de cristal. Tomas la cuchara, la plática seguía y comenzaba el deleite…

Y el menú, si la economía lo permitía, iba, y todavía va, en el siguiente orden:

Primero, la sopa aguada —que casi siempre es de pasta—, en sus múltiples formas: letras —la preferida de cuando éramos niños—, municiones, caracolitos y la más clásica de todas, el fideo. La gracia de quien la prepare consistirá en «vestir la sopa» con cualquier cantidad de complementos como: perejil o cilantro picado, calabacitas o zanahorias, queso rallado, chile ancho o algunos acompañamientos exóticos como plátano Tabasco.

Algunas variantes a este primer plato son las cremas que bien pueden ser de espárragos, poblana o de elote, y los caldos con verduras, como la riquísima sopa juliana con zanahoria, calabacitas, ejotes, elote crudo, chayote, col, chícharos, espinaca. Otras sopas incluyen verduras que se combinan con caldillos de jitomate —cebolla, papa, poro, nopalitos navegantes—, que caen de maravilla cuando hace frío.

Y, claro, no puede faltar el consomé de pollo, al que algunos le ponen verduras, garbanzo, arroz blanco y hierbas como cilantro fresco o hierbabuena —para quitarle «lo frío» al pollo, decía mi abuela.

Otras entradas bastante socorridas son la sopa de lentejas con tocino o plátano macho frito; la sopa de habas secas con trozos de chile guajillo, perejil, aceite de oliva; la de migas con epazote, todas ellas preparadas también con el riguroso caldillo de jitomate.

El arroz también es digno preámbulo del plato fuerte. Toda ama de casa que se preciaba de ser una buena cocinera debía ser una experta en el arte de preparar un arroz que no se pegara en la cacerola y que quedara sin batir o quebrar. De éste hay gran variedad: blanco —combinable con granos de elote y rajitas de poblano—, rojo —con jitomate, chícharos y zanahorias—, verde —con tomate— o moros con cristianos —el conocido congrí propio de la cocina caribeña—. Todos ellos pueden ir acompañados de huevo estrellado, caldo de frijoles, mole poblano o un plátano Tabasco en rodajitas.

En cuanto a los platos fuertes, ustedes me van a perdonar la lista, pero, en verdad, enumerar en este espacio todos los platillos, además de imposible, sería injusto, porque cada región del país tiene su propio menú y cada quien sus preferidos. En lo que a mí respecta, la lista bien puede estar integrada por: salpicón de res; pechuga empanizada con ensalada de lechuga, rábano y aguacate; res o cerdo con verdolagas en salsa verde; caldo de res —puchero— con su tuétano y verduras —con el infaltable elote, que puede ser degustado por separado con salecita y limón— o chuletas de cerdo fritas y acompañadas con puré de papa.

Para variarle un poco a la carne, por aquello de que «la patria ande pobre», ¿qué tal una colifor capeada, unas ricas y suculentas tortitas de papa acompañadas con ensalada, chayotes rellenos con jamón y queso, o unos nopalitos asados?

Las salsas hacen entonces su entrada triunfal y nadie se podrá negar a acompañar su comida con frijoles de la olla o refritos y su correspondiente dotación de tortillas calientitas o de pan.

Y el agua de sabor —que es de la única forma en la que muchos de nosotros aceptamos tomar h2o—: de piña, jamaica, melón, horchata, chía, sandía y, por supuesto, de limón. Aunque, para la mayoría de los mexicanos —quienes ocupamos el primer lugar mundial en su consumo—, un refresco será la mejor opción.

¿Me preparas algo de cenar?

«Mi vida», «mi amor», chaparrita, gordito o como sea que la pareja suela llamar al otro con esa especial entonación de cariño retozón que quiere decir: «tengo hambre, hazme algo para cenar», la cena es la ocasión de consentirlo con los excesos o antojos culinarios para el final del día. En ese momento, desde un chocolate de molinillo con sus churros recién comprados en la panadería, unas discretas sincronizadas o burritos y hasta una buena cecina con su guacamole o unas quesadillas con su café de la olla con canela —como solía cenar un tío que era de Tlaxcala—, ayudarán a finalizar la jornada viendo las noticias o el capítulo de la telenovela en turno.

Y hasta aquí los platillos que caseramente comemos en la Ciudad de México. ¿Me hizo falta mencionar más?

algarabia5