En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
—’Nanas de la cebolla’, Miguel Hernández
Es cierto: la cocina mexicana es un factor de cohesión social. Es símbolo, rito, tradición, aspiración, orgullo nacional; es barroca y multicultural, es vasta, diversa, nutre al cuerpo y al intelecto, y su valor económico es tan grande que hasta se ha convertido en objeto de políticas públicas que buscan beneficiar a toda la cadena productiva. Aunque claro, la cocina mexicana —patrimonio cultural de la humanidad— sólo está al alcance del 53.8% de la población (en las cifras oficiales y más conservadoras).
El resto de los mexicanos, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), no alcanzan las líneas de bienestar mínimas —es decir, los 898.78 pesos mensuales que necesitan para comprar la canasta básica en zonas rurales, o mil 281.05 pesos en zonas urbanas (esto en junio del 2015)—, y padecen una o más carencias en los derechos sociales (alimentación, educación, medio ambiente sano, no discriminación, salud, seguridad social, trabajo y vivienda)
Según el Coneval, la principal carencia es la alimentación: 28 millones de mexicanos padecen hambre. Es decir, 28 millones de personas no comieron ayer, no han comido hoy, y no van a comer mañana. Peor aún, el 9.8% de las personas de este país, que son aquellas que padecen pobreza extrema[1], no han comido, ni comerán carne en toda su vida.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), el hambre es una sensación dolorosa ocasionada por la ingesta insuficiente de energía a través de los alimentos. Y no, no se parece a nada de lo que las personas de la clase media hemos sentido.
Este fenómeno, en periodos prolongados, lleva a la subnutrición y luego a la desnutrición. Eventualmente, las personas que padecen hambre dejan de concebirse a sí mismas en realidades distintas a la suya, es decir, no se imaginan sin padecer hambre. Además, con una ingesta calórica inferior a la necesaria el desarrollo físico y cognitivo (pensemos en niños en etapa de crecimiento) no alcanza los niveles adecuados, lo que se traduce en un bajo rendimiento que representa, otra vez, pobreza y hambre.
Para que exista seguridad alimentaria —cuando todas las personas tienen, en todo momento, acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, inocuos y nutritivos que satisfagan sus necesidades energéticas diarias y sus preferencias alimentarias, para que puedan llevar vidas activas y sanas (FAO, 2013)—, se deben de cumplir con cuatro dimensiones:
Disponibilidad: Corresponde a la oferta, es decir, estrategias de producción, existencias almacenadas y comercio.
Así, al no cumplirse cualquiera de estas cuatro dimensiones en todo momento la seguridad alimentaria será vulnerada. A largo plazo, la única consecuencia —y en ocasiones irreversible— es el hambre. Pensemos en las poblaciones rurales de nuestro país, donde el mayor ingreso es la venta de los excedentes de los cultivos de traspatio (si es que dichos excedentes existen), y los ingresos de programas de seguridad social. Así, las familias no siempre tienen los recursos suficientes para satisfacer sus necesidades. Ahora bien, si algún alimento sube de precio la situación se complica aún más.
La Presidencia de la República, a través de algunas de sus dependencias como la Secretaría de Desarrollo Social, ha puesto en marcha políticas públicas; éstas parten del reconocimiento de un problema por parte del Estado y se movilizan recursos públicos para satisfacer las necesidades que se han detectado y se deben priorizar. Una de las políticas públicas vigentes es el programa PROSPERA —antes conocido como Oportunidades—, que otorga recursos monetarios a las familias beneficiarias y lleva a cabo algunas actividades informativas sobre nutrición.
Otro programa es el Abasto Social de Leche, a cargo de Liconsa, que busca mejorar la alimentación de las familias con productos lácteos de calidad y a precios subsidiados. Además, desde inicios del 2013, el gobierno lanzó la campaña Cruzada Nacional Contra el Hambre, basado en el programa Hambre Cero de Brasil.
¿Han funcionado estas iniciativas? Pues bien, PROSPERA y el programa Abasto Social de Leche se conocen como programas asistencialistas, lo que significa que crean dependencia entre sus beneficiarios. Si por cuestiones administrativas o económicas estos programas se vieran interrumpidos, lo más probable es que los beneficiarios —que son sólo receptores pasivos—, cayeran en situaciones de hambre. Por otro lado, la Cruzada Nacional contra el Hambre, que ha recibido reconocimientos de la FAO, se conoce por hacer partícipes a los beneficiarios y por estar planeada para cubrir cada una de las dimensiones de la seguridad alimentaria. Es decir, existen líneas estratégicas planeadas para solventar deficiencias en cada una de las dimensiones.
¿Yo contribuyo al hambre en México?
Quizá no directamente, pero sí existen dos factores que podemos considerar.
Una última reflexión: en nuestro país, la clase alta representa el 1% de la población, contra el 9.8% que representan los pobres extremos.
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[1] Cuentan con al menos tres carencias sociales, y sus ingresos son inferiores a la línea de bienestar.