Con la propagación de la fe, la uva reaparece en los caminos reales de tierra adentro.
Hace apenas un par de semanas tuve la oportunidad de estar —durante el mismo viaje— en cinco estados de nuestro hermoso altiplano mexicano: Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí, Querétaro y Guanajuato. Aunque es una zona que he recorrido en otras ocasiones, no había tenido oportunidad de hacerlo en un solo evento desde hace algunos ayeres, cuando fui desterrado al “mexican far west“. Y la verdad es una zona hermosa que disfruto mucho visitar.
En esta tradicional región de nuestro México reencontré —además de múltiples recuerdos de mis años mozos—, un armario de vivencias que después de este viaje afloran intermitentemente en mi mente como una especie de popurrí cinematográfico de la época de oro del cine mexicano.
Hoy de vuelta por esos lares, me es fácil tropezar con esos linajes y atuendos confeccionados en épocas históricas pasadas que por alguna razón lugareña, se resisten a difuminarse en lo que llamamos “el México moderno”.
Como norteño converso, aún me sorprenden todos esos vernáculos personajes cotidianos que aparecen entre edificios de majestuosidad colonial y la nostalgia de deslavadas castas dominantes. Los rasgos de ese México me parecen únicos y muy distintos de la juvenil península de Baja California. Créame, no es poca cosa.
En esa parte del país, la historia se cocina a fuego lento en un gran cazo, más comúnmente de cobre que de barro. El resultado: un platillo aliñado, gustoso, con ingredientes y tropiezos de un recetario histórico escrito con sangre de Chichimecas y enriquecido con proteína misional de Franciscanos, Dominicos, Agustinos y Jesuitas; todo esto aderezado por independentistas de ocasión, reformistas sublimados, cristeros depuradores, sinarquistas extintos y una sociedad que transita entre un añorado pasado y un inconsciente deseo de olvidar.
El paisaje que encontré está delineado por bellos campos maiceros, verdes alfalfares, laderas, llanos y acequias con revaluados mezquites e intermitentes nopaleras insignias. Todos ellos entreverado con los inamovibles matices coloniales —sujetados estos— en una fuerza histórica cimentada en vencedores y vencidos. La estética del altiplano me genera sensaciones duales que inconscientemente polarizan mi percepción con lo que normalmente vivo en mi adoptiva Baja California. Para mí, este recorrido ilumina e ilustra claramente el mosaico cultural de nuestro México diverso.
Sin descartar la seducción por la cultura y gastronomía de la región, el tema central del viaje fue husmear en el renacimiento de una viticultura que aunque floreció en el pasado desafortunadamente no pudo, en otros años, echar raíces permanentes; una vinicultura que jamás logró desmarcarse del fantasma del brandy.
Hoy afortunadamente se perciben nuevos bríos. Esta vez encontré un movimiento que no había visto, donde hay gente que quiere, busca y desea participar en la enología del siglo XXI. Ahora, las preguntas obligadas son: ¿Hasta dónde pueden llegar los viñedos del altiplano mexicano? ¿Cuál será el estilo que encontrarán sus vinos? ¿En qué valles se logrará el equilibrio entre la altitud del cultivo y la cercanía con el trópico de cáncer?
Estamos —creo yo— ante un fenómeno inverso a lo visto anteriormente. Hoy, las posibilidades de desarrollar una propuesta auténtica son reales, así como en algún momento durante la colonización, las uvas avanzaban de sur a norte simplemente obedeciendo a necesidades de una conquista sacramental. Hoy la inspiración circula de norte a sur.
Nos encontramos frente a un típico movimiento pendular. Donde la enología avanza en sentido contrario a lo que sucedió hace ya algunos años, cuando las motivaciones de elaboración etílica no tenían nada que ver con el vino.
En mí opinión es momento de pensar en una viticultura contextual que apueste por el sabor del sitio, hay que evitar las malas copias, hay que desmarcarse del pesado pasado colonial, al fin y al cabo los sacrificios humanos (con fines teológicos) y la poligamia están en desuso. Ojalá y que la propuesta que veamos en el futuro responda a una viticultura con variedades menos monárquicas y que el agricultor se deje aconsejar en primera instancia por la climatología y no por la alcurnia ampelográfica.
A todos estos emprendedores del vino, les diría que la agricultura se hace en la tierra, por lo que si lo que se quiere es trascendencia en el sabor del vino, hay que cuidar la tierra por su valor agrícola. Tengamos cuidado en no atropellar el paisaje con desbocadas propuestas inmobiliarias.
Con la remoción de recuerdos exaltados este pasado viaje, aparecieron en mi mente (a pesar del Alzheimer) aquellas imágenes de principios de los ochentas —cuando apenas iniciaba mi trompicada carrera profesional—. En aquellos años, viví una viticultura completamente diferente a lo que yo buscaría para la elaboración de un vino cuando en la región de Querétaro, nuestro tiempo se gastaba en implantar modelos vitivinícolas de ultramar y rara vez volteábamos a ver qué nos quería decir el cielo.
Tengo que decir que me preocupa cierta ligereza de algunos iniciados en el diseño y conducción de sus viñedos. Pareciera que aquellos tropezones de los setentas y ochentas no hubieran dejado suficiente experiencia sobre lo que no se debe de hacer. Es cierto que actualmente tenemos a la mano muchas herramientas para enfrentar con éxito una viticultura de altitud, también es cierto (mucho más cierto) que la enología actual nos garantiza “controlar” —incluso podría decir— modelar una parte importante del vino. La pregunta que surge es: ¿Dónde quedará la uva y el trillado eslogan de que “el vino se hace en el viñedo”?
Como consumidor les diría que poco a poco, día con día, los buenos productores que pertenecen a este movimiento irán enriqueciendo la propuesta gustativa con que cuenta el vino mexicano, que la oferta de sabores que paulatinamente encontraremos en esta zona del país aumentarán la paleta gustativa y, por ende, nuestras experiencias gastronómicas.
Hay que tomar vino mexicano, hay que aprender a valor la tipicidad que nos ofrecen las nuevas regiones. Hay que recordar que de cada 10 botellas que se toman en este país sólo tres son mexicanas.