Diana Kennedy gira la llave y el motor enciende. Pisa el clutch, mete primera con fuerza y la camioneta —que ha viajado a cientos de comunidades y pueblos en México— avanza temblorosa. El primer tope no logra quitarse de su camino y lo salta. El segundo tampoco y para la tercera ocasión ya lo da por hecho.
La cocinera, investigadora y “defensora de lo auténtico” —como ella misma se — se sabe el camino de memoria y aún así avanza directo hacia los obstáculos con las manos firmes en el volante y el cinturón de seguridad bien ajustado. En los cruces toca el claxon para anunciar que va a pasar, que nadie debe interponerse; una libertad que se toma a sus 92 años. «Por aquí pasan muchos borrachos muy rápido», aclara.
Desde su llegada a México en 1957, Diana Kennedy se dedicó a viajar para descubrir los secretos de las cocineras de cada comunidad o pueblo e investigar los ingredientes que hacen de la gastronomía mexicana una de las más ricas y variadas del mundo entero en los lugares donde la cocina tradicional no es una curiosidad, sino lo cotidiano.
Para Diana Kennedy uno de los factores importantes en la cocina mexicana es la armonía de sabores. Así, dice, es como uno sabe que está frente a un buen o mal cocinero. Por ejemplo, explica, si ponen el ajonjolí sin tostarlo sabe muy fuerte.
—También uno se da cuenta cuando se usan demasiadas especias. En un mole uno no debe reconocer que tiene canela ni las otras especias, debe existir una armonía; no se debe resaltar una cosa sobre la otra. Sí distinguir, pero que no tenga un sabor que predomine.
Además, Diana Kennedy está convencida de que debe privilegiarse el sabor por encima de la presentación de los platos, lo cual va de la mano con el conocimiento para preparar los ingredientes.
En la cocina de vanguardia “se puede decorar una cosa, un plato muy bonito, pero si no tiene sabor…”, asegura en español martajado con acento inglés. “Lo que se ofrece en los restaurantes de las ciudades no son los sabores auténticos de la cocina mexicana, sino los adaptados para los paladares citadinos, modificados por la oferta gastronómica, la comida rápida y los altos costos que implica buscar los ingredientes originales de una receta tradicional. Hay que adaptar siempre, hay que adaptarse a los gustos y a las posibilidades económicas también”.
—¿Cómo abonan a la cocina mexicana los restaurantes de lujo con chefs estrella y cuyos menús no puede pagar la mayoría de la gente?
—En las ciudades siempre hay lugar. Hay restaurantes de lujo que tienen cosas más rebuscadas y habrá mucha gente que lo quiera pagar si pueden, y me refiero especialmente a la ciudad de México, Monterrey y Guadalajara. Ellos están buscando algo, una novedad. No quieren comer tan fuerte quizá, entonces hay lugar para todos. Hay que reconocer el valor pero no hay que llamarle tradicional, ¿verdad?
Si se quiere lo auténtico, dice la dama de lino blanco, hay que huir de las ciudades.
En la cocina de Quinta Diana, su rancho autosustentable, la leona reposa entre sus preciados tesoros: su colección de ollas de barro y sus vinagres de piña, pulque de plátano y vino tinto.
Además de impetuosa, Diana Kennedy es vanidosa: «No quiero la cámara tan cerca», «tráeme mi cepillo para el cabello». La fama le precede. Las personas cercanas a ella, sus trabajadores y quienes la han conocido saben de sobra que hay que acercarse con precaución. Sentada en su imponente cocina, en su silla favorita, Diana Kennedy es una leona que mira tranquila desde la sombra protegiendo su tesoro: su colección de ollas de barro.
Hay dos cosas que la molestan sobremanera: el plástico y el papel aluminio.
—Hay una cosa en la nueva manera de cocinar con la que estoy en contra, de esa nueva ola de cocinar ‘sous vide’. ¡Me parece horrendo poner alimentos en una bolsa de plástico! —dice mientras gesticula y muestra los colmillos—. Estamos haciendo basura ¡ho-rren-da! ¿Qué mundo estamos dejando para futuras generaciones? ¿Qué agua?
—¿Cómo hacer que las nuevas generaciones dejen de seguir esta tendencia que perjudica a la cocina y al medio ambiente?
—Nada más es hablar. Hablo con estudiantes de gastronomía y les digo «Piénsalo, piénsalo». Una papa al horno —hace como si tomara el tubérculo imaginario entre sus manos blancas— ¡Qué barbaridad! Estás poniendo una papa en papel aluminio. ¿Sabes qué? Las propiedades del papel aluminio se van a tu comida y además no está horneada, está hecha al vapor. La costra de una papa en el horno es maravillosa y tenemos que contaminarla, y hacer basura —dice mientras golpetea la mesa de madera con el dedo índice— . Hay que pensar en cosas nuevas pero ¿vale la pena?
Lo mismo, dice, ocurre en el campo, donde ha visto que también usan las hojas de aluminio para cocinar.
—Aquí arriba, hacen el pescado en aluminio, ¡qué barbaridad! No. Sabemos. Cómo. Está. Contaminando. Nuestro. Cuerpo —y marca cada palabra con golpes en la mesa—. ¡Aquí hay hoja de plátano, hay hoja santa, hay muchas cosas para envolver la comida y darle sabor!
Ella sabe de lo que habla. En 2014 ofreció una conferencia acerca de la auto sustentabilidad en la cocina durante el festival MAD, en Dinamarca, ante reconocidos chefs de todo el mundo.
En el rancho ecológico de Diana Kennedy trabajadores y visitantes deben cumplir con un reglamento el cual informa a medida que hablas con ella: «No se lavan los trastes con agua de la llave», para ello hay dos bandejas con agua en el fregadero, una para enjabonar y la otra para remojar. «No se usa plástico» a menos, claro, que desde antes uno sepa que le dará un uso posterior y, por supuesto, «no se utiliza aluminio».
Para cocinar usan estufas y hornos solares, cuyo brillo metálico contrasta con las texturas orgánicas del lugar, o bien las estufas de leña. «Sólo madera seca que esté tirada, nada se corta», añade.
En este lugar el agua se calienta con energía solar y el baño es una tímida choza al fondo del patio en la que sólo hay una fosa, ubicada estratégicamente en el punto más alto del terreno. Los desechos ahí depositados se filtran y gracias a la gravedad los nutrientes abonan el huerto de Quinta Diana —que alberga más de 200 especies vegetales—, donde crece todo lo que ahí se come: gordos tomates rojos, enormes lechugas de distintas variedades, rábanos, zanahorias, brócoli, pepinos, berenjenas, pitahayas, higos, fresas, apios, hierbas de olor y varios árboles frutales como limón, naranja y naranja agria —«para la comida yucateca y mis mermeladas inglesas», dice Diana Kennedy—.
Diana Kennedy sabe que para rescatar y difundir la autenticidad de nuestra gastronomía primero hay que hacerlo con los productos de los cuales surge.
Uno de estos esfuerzos es la designación de la cocina mexicana como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por parte de la UNESCO en 2010.
—Siempre he dicho que llevar la cocina mexicana a la UNESCO fue propuesta de la mejor investigadora, Cristina Barros, pero lo desviaron. Yo siempre les he dicho a todos: «Si quieres conservar la autenticidad de la cocina mexicana como patrimonio, primero hay que buscar los ingredientes».
La inglesa nacida en Essex en 1923 pone como ejemplo el mexicanísimo chile.
—Un chile, el chilaca o el poblano no tienen el mismo sabor de antes. Recuerdo cuando en uno de mis viajes en Puebla compramos chiles poblanos recién cosechados de este tamaño —saca los dedos índice y abre sus manos— ¡No, más grande! Un sabor maravilloso.
Para Diana Kennedy, las instituciones y organizaciones son un problema:
—Estamos dejando en manos de los científicos la producción de semillas (e ingredientes) que sí, son más grandes y más brillosos y su cultivo no implica tanto esfuerzo, pero no tienen sabor. Un poblano no tiene el mismo sabor de antes —golpea la mesa repetidamente con el índice—, un chilaca no sabe igual y los guajillos los están importando.
¿Cómo es posible —ruge Diana Kennedy y su proverbial carácter sale a la luz— que con todo este rollo de la UNESCO permitan importar chile guajillo de China? —cierra el puño y lo deja caer con fuerza sobre la mesa—. ¿Qué pasó con nuestros gobernantes? ¿Qué pasó con Comercio Exterior? ¿Cómo permiten —vuelve rugir— que traigan de India, China y Perú un chile que no sabe a guajillo? ¿Qué pasó con las bodegas en Zacatecas llenas de sus maravillosos chiles guajillos?
A lo mejor dicen que el país no tiene suficiente producción, ¿entonces por qué no han ayudado a los campesinos? Y Sagarpa (la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación) sólo manda una persona a revisar a quienes llegan al aeropuerto. ¡Qué ridículo! —con los ojos bien abiertos parece que está a punto de embestir, respira agitado y golpea fuerte la mesa con la palma abierta. Está enojada— ¡Qué gasto de dinero! ¡Qué barbaridad! Sagarpa está hecha un —hace un gesto de asco—. ¡Necesito hablar con ellos! —resopla, ruge y parece que va a lanzar dentelladas pero se calma—.
—¿Está muy mal la situación con Sagarpa?
—Sí, y los de arriba —señala— tienen la culpa. Están tan lejos de lo que realmente es México; viajan con miles de SUVs y sus guaruras y quién sabe qué. Se lo he dicho a todos: «No conoces tu país».
—Si siguen así las cosas, ¿cómo ve la cocina mexicana en cinco años??
—Oh, no tengo idea. No tengo una bola de cristal…
En casa de Diana Kennedy todo es tranquilidad, excepto ella. Dirige, camina y se mueve. Trabaja más de 15 horas diarias en sus publicaciones y en la cocina, además de supervisar el trabajo en su huerto.
Actualmente trabaja como asesora en la edición de los libros de cocina de dos estados del país y a finales de año viajará a Colima como invitada especial para inaugurar el primer festival de cocina colimota.
Este viernes 29 de mayo, Diana Kennedy recibirá un homenaje durante el festival gastronómico Morelia en Boca 2015 por sus casi 60 años como investigadora, cocinera, docente y defensora de la cocina mexicana, actividades por las cuales se le considera una figura moral de la gastronomía mexicana y no duda en defenderla ante cualquiera que se atreva a contrariarla.
—Hay una escritora ridícula en el New York Times, como muchos en el New York Times. Publicó una receta de Egipto con semillas, cosas, nueces tostadas y molidos y dice —haciendo una voz chillona a manera de burla—: «Bueno, vamos a darle un toque de mexicano, vamos a ponerle ají». ¡Un chile sudamericano! ¡Puaj! —la cara de asco brota naturalmente— ¿Mexicano? ¿México y ají? ¡Vea mi receta! Chiltates de la sierra de Puebla. Las tres semillas tostadas con chile son una maravilla de cosa. Te ponen su frijolitos meneados o una tortilla… ¡No conocen este país —la mesa resiente su molestia— y muchas veces no saben lo que hay en este país. Es maravilloso. Yo siempre quejándome —ruge— blahhh blahhh blahhhh. Por eso tienen mala impresión de mi carácter. Tengo mala fama pero hay que hacerlo, muchos están «me da pena hablar». A mí no.
—¿No?
—¿A mis 92 años tú crees que tengo pena? Ya hice mis méritos, he trabajado toda mi vida y aún lo hago 15 horas al día. Estoy haciendo un libro, estoy en la cocina 15 horas. Ya hice mis méritos y tengo derecho a quejarme y a quejarme con una voz muy alta.
Ninguno de los presentes se atreve a desmentirla.
—Ahora es una figura moral de la cocina mexicana…
—Sí, exactamente. Una defensora de lo auténtico.
—¿Quién o qué es lo menos auténtico de la cocina mexicana?
—No sé, pero me han dicho que un restaurante famoso le pone Coca-Cola a su mole poblano.
—¿Quién fue el último cocinero que mereció un halago suyo?
— Mira, Guillermo González (Beristáin) de Monterrey es muy buen cocinero y hay otros, pero no he comido regularmente en esos lugares como para decirlo. Me gusta la cocina de Benito (Molina) y sus pescados en Baja California y también Roberto Solís en Yucatán; son los que tienen fama como chefs.
—¿Y el último que le hizo enojar por lo que comió?
—¡Por favor no pongas su nombre! —con la sonrisa que esboza es imposible negarse a su petición—, pero sí te voy a decir que tú no puedes presentar un tamal de Oaxaca bonito. Lo puedes presentar bonito, pero si tú o tu cocinero no lo preparan con frijol negro, con chile mixe y la hoja de aguacate no le puedes llamar oaxaqueño si no has respetado estos sabores únicos de ese lugar. Ese es un ejemplo, el otro no lo puedo decir porque siempre me invitan a ir y me da pena decirlo.
Los tamales son un tema delicado para Diana Kennedy por una sencilla razón: «son mi especialidad» y no duda en presumirlos y ofrecerlos a quienes visitan Quinta Diana, cuidadosamente envueltos en hoja de plátano y cubiertos de hoja santa. Meterse con los tamales es provocarla.
—¿Quién va a tomar su estafeta? ¿Quién le gustaría que fuera el representante de la cocina mexicana?
—Mi estafeta no, pero pienso en Oaxaca, en los zapotecas del valle que están en mi libro, en Abigail Mendoza y su familia. Son auténticos, honrados y gente maravillosa. También en el Norte hay una maravillosa persona que tiene restaurantes y valora sus ingredientes naturales; hace cosas modernas pero respeta: Juan Ramón Cárdenas. Sin duda hay más pero no los conozco; todavía hay mucho trabajo que quiero hacer pero no hay dinero y ya es mucho más caro viajar.
Al final ofrece una disculpa: «Lamento no prepararles comida pero estoy hasta acá», dice mientras se lleva la mano al cuello, pero después del recorrido por su rancho ecológico saca una olla de tamales y ofrece a los presentes. Nadie dice que no. ¿Y cómo? Estamos a punto de probar la especialidad de Diana Kennedy, un platillo preparado con la pasión de una joven recién llegada a México y la sabiduría de quien tiene 92 años.
La leona no es como la pintan. Es avasalladora.