Cuando Herb Fingerhut asumió su cargo de director de operaciones de una panadería, tenía por delante algunos desafíos aparentemente sencillos: lograr que sus trabajadores se cubrieran el cabello con redecillas, que ajustaran los tiempos de producción, que se acostumbraran a marcar tarjeta a la llegada y a respetar los turnos del almuerzo.
Pero la misión era mucho mayor: se trataba de conseguir que expandilleros y delincuentes que habían integrado bandas rivales en las calles convivieran ahora en armonía. Y, como si ello fuera poco, que hicieran que el negocio diera ganancias.
La panadería de Fingerhut es, en realidad, un programa de reinserción de pandilleros que se considera modelo a nivel mundial: el más grande de Estados Unidos y el más duradero de Los Ángeles, la ciudad que, a mediados de los ’80, se había ganado la dudosa reputación de “capital pandillera” del país.
Allí -en una zona neutral del centro angelino pero muy cerca del East LA que supo cobijar a más de 1.300 bandas, según un conteo de las autoridades locales- nació Homeboy Industries.
“Empezamos a trabajar con la diversificación de la línea de panes. Lo que tenemos es una panadería artesanal totalmente profesional donde las personas que pasan por un entrenamiento quedan luego en capacidad de conseguir un trabajo y ganarse la vida”, dice a BBC Mundo el director de operaciones, un experto en marketing criado en una familia polaca con más de cien años de experiencia en pastelería.
Unos 50 empleados rotan en los mesones donde se amasan, rellenan y moldean panes y galletas. Otros se ocupan de llevar los productos a los más de 25 mercados del sur de California donde venden directo al público, a otros les toca la distribución a hoteles y restaurantes.
“Nuestra meta es un cliente nuevo a la semana. Y una facturación de diez millones de dólares”, afirma Fingerhut, que indica que han superado la marca de US$1,5 millones.
“Father-G”, líder
La receta lleva 25 años de maduración: este abril, Homeboy festeja el cuarto de siglo como programa antipandillas y, según sus responsables, ha atendido a un promedio de 15.000 jóvenes al año que llegan en busca de ayuda.
La longevidad y el volumen del proyecto, sin embargo, no explican por completo por qué Homeboy atrae la mirada de académicos y activistas: desde el comienzo fue pensado como un programa de ayuda, sí, pero uno que debía garantizar cierta rentabilidad para conseguir fondos que ayudaran a su operación.
Así, esta organización sin fines de lucro se convirtió en un negocio –o varios- que dan mucho dinero. “Nada es tan efectivo para detener una bala como un empleo”, dice su eslogan.
La idea y la ejecución tienen un primer responsable, un hombre que ha adquirido estatus de celebridad entre participantes del programa y colaboradores: Greg Boyle.
Este sacerdote jesuita, fundador del emprendimiento, sigue siendo su motor: cuando “Father-G”, “G-Dog” o simplemente “G”, como lo apodan, está en la casa de Homeboy, su día es una sucesión de reuniones de cinco minutos con todos lo que hacen fila para verlo. Son muchos. Un salón lleno de rostros tatuados, brazos con marcas, cuerpos curtidos.
El resto del tiempo Boyle lo pasa viajando. Da cursos y charlas, es consultor de gobiernos y legislaturas, miembro del Concejo Nacional contra las Pandillas, integrante del grupo transnacional impulsado desde Los Ángeles para ayudar al proceso de pacificación entre maras en El Salvador.
“Cuando empezamos era el peor momento de violencia en Los Ángeles, con casi 1.000 homicidios (anuales) relacionados con pandillas en 1992. Desde entonces ese número se ha reducido a la mitad, y luego a la mitad… en gran medida gracias a este programa, que ayudó a cambiar la manera en la que se pensaba la intervención”, dice Boyle, de 58 años y tupida barba blanca, en diálogo con BBC Mundo. (Y las estadísticas lo apoyan: las cifras del alguacil del condado de Los Ángeles indican que en 2012 hubo 105 homicidios vinculados con la actividad pandillera).
Diversificar ingresos
Fue en 1992 que el sacerdote creó la panadería. Luego vino un restaurante a la calle, un servicio de catering, mermeladas, una línea de tortillas propia que compite en el supermercado con las grandes marcas y tiene hasta su salsa para acompañar.
“El café, que se llama Homegirl, lo abrimos hace nueve años pero la idea estaba desde el principio, era sólo cuestión de tener los fondos. Y la razón detrás era darle una salida a las mujeres en peligro, sea porque ellas mismas integraban pandillas o porque estaban en situación de riesgo por sus parejas o familiares”, relata Patricia Zárate, una mexicana que supervisa la operación desde el día en que el café inauguró.
Desde entonces, han abierto otro en el edificio de la alcaldía y en la terminal internacional del aeropuerto de Los Ángeles.
Y hay más: Homeboy Silkscreen es un taller de estampado de ropa, que ofrece servicios de personalización de camisetas a terceros (y cobra, claro, por los servicios) y fabrica su propia línea de indumentaria. Algunas prendas, como bolsos y remeras, se consiguen en tiendas de diseño de Los Ángeles: se han vuelto un objeto de moda.
“Tratamos de buscar el revenue (ganancia) porque eso se inyecta de regreso a la organización. Sí funcionamos como un negocio: proveemos servicios, tenemos metas y presupuestos, competimos con los negocios locales. Los clientes pueden venir una vez por el fin social que hay detrás, pero vuelven sólo si el producto es bueno”, dice Zárate a BBC Mundo mientras ojea una bandeja gigante de tamales listos para hornear.
Por un tiempo
Desde el punto de vista estrictamente económico, muchos critican que la producción en Homeboy está lejos de estar “optimizada”.
Hay más empleados de los necesarios (“tenemos que tener gente para cubrir cuando otros se van a sesiones de terapia o a estudiar, que es parte del programa”, dice Zárate). Quienes terminan su entrenamiento son impulsados a buscar trabajo con otro empleador, en lugar de poner los conocimientos avanzados al servicio de la compañía que los formó.
“No podemos olvidarnos por qué estamos haciendo todo esto, aunque atendamos también a las ganancias”, confirma Rubén Rodríguez, a cargo del taller de estampado textil y bordado que factura más de US$1 millón al año desde hace siete periodos contables.
Para los beneficiarios, el entrenamiento temporal es una tabla de salvación. Así lo dicen: hablan de cómo Father-G los rescató, de las ventajas de aprender disciplina y reglas de conducta entre pares, de cómo en breve deberán salir al mundo real y allí no habrá concesiones
“Tengo una niña y ahora quiero ser mejor mamá, quiero mantenerla a ella y mi independencia. Aquí aprendí a trabajar con gente y a ser muy amable”, dice Pamela Díaz, de 28 años y mesera en el café de la organización.
“Yo aprendí a hacer negocios, no sabía conducirme frente a la gente ni comunicarme ni hacer relaciones de trabajo. Mi objetivo ahora es convertirme en vendedor y comerciante senior para tener más oportunidades”, indica por su parte Mario McDonald, quien trabaja en los mercados.
Para el padre Boyle, las celebraciones del 25° aniversario son una ocasión para seguir en una cruzada, la del dinero. Conseguir sponsors y donaciones que sostengan a las Industrias Homeboy porque, pese al éxito relativo de sus líneas de negocios, los fondos no alcanzan.
“Pero queremos que, en un futuro, los ingresos que generamos representen al menos la mitad del costo de nuestras operaciones. Por ahora cubrimos un tercio. Vamos poco a poco”, dice el jesuita.