drag_handle

La capirotada de Adelien, una historia para engordar el corazón

Por María del Carmen Castillo Cisneros

A los 16 años comenzó mi tragedia novelera. Tomé prestado Mal de amores de aquel cajón del mostrador de la zapatería de mi abuela Matilde. Ese mismo que guardaba barnices de uñas, limas y agujas de tejer. “Lile”, como la llamaban, vivió al frente de ese negocio que fue su vida, con las uñas siempre bien arregladas, tejiendo a diario los más exquisitos diseños con la precisión y belleza de una gusana que se prepara para invernar y ausentada del presente, porque ahora que lo pienso, igual fueron las novelas el refugio más a la mano de la historia que deseó tener.

Hasta ahora, nunca llevé un negocio como tampoco suelo pintarme las uñas y sólo coger las agujas para tejer hace de mis manos un celofán incapaz de sortear aquel instrumento para atar cabos y nudos. Pero sí, la adicción por la novelita, lo admito, es muy Lilesca y lo que disfruto, además de leer, es hilar palabras para tejer historias. La de ahora, una que tierras nayaritas me obsequian encapsulada en capas de la mejor capirotada que probé en mi vida.

Adelien sonríe mientras come. Es una persona que digiere con el alma cada bocado, cada sabor y cada gusto impreso en lo que sus manos preparan y regalan a los comensales que hemos tenido el privilegio de degustar sus creaciones.

Hace poco más de cuarenta y dos años dejó su natal Johannesburgo para adentrarse en suelo mexicano. Sí, probablemente la primer sudafricana que arribó a Tepic; cuna de costas paradisíacas y, de las recién descubiertas por mi paladar, tostadas de maíz rayadas. Por eso, a su llegada los parroquianos se instalaron en el aeropuerto y ella recuerda creer que esperaban a alguien importante y no que hacían fila sólo para corroborar si llegaba una mujer sudafricana con un huesito sobre la cabeza. Ella entretanto bajó mareada, no tanto por el viaje; venía embarazada.

Adelien me contó cómo conoció a Félix, el mexicano que como buen cardiólogo, le puso a tono el corazón

La suya, como tantas, es una historia de amor. Y yo, que tengo buen olfato para estas narraciones, la asalté con la pregunta ¿cómo fue? para dar paso a la preparación, posterior ingestión y saboreo de un relato que sí, como todo lo bueno, engorda… en este caso el corazón.

El relato de Adelien se me sentó en la mesa acompañado de un pato en salsa de ciruela y jengibre, un dip de alcachofa, un puré de manzanas orgánicas y tortitas de camarón que ella misma preparó. Con el mar de fondo y botellas de tinto alrededor, Adelien me contó cómo conoció a Félix, el mexicano que como buen cardiólogo, le puso a tono el corazón. La piel rostizada del pato brillaba tanto como los ojos de Adelien que rebobinaba remembranzas. Ambos brillos me atraparon.

Al masticar el pato, un dejo sutil de jengibre viajaba por mi lengua, de la misma manera que mi imaginación se trasladaba a aquel hospital de Pretoria donde Adelien y Félix se conocieron.

La primera vez que Félix fue a casa de Adelien jugó béisbol con sus hermanos menores, y una rica sopa de verduras fue compartida entre más de una docena de miembros que conformaban el hogar. La segunda vez acudían para que aquel mexicano pidiera su mano.

Un par de meses después, con los pocos instrumentos de cocina que alcanzó meter en la valija, América los recibía, y ya con una visa obtenida en Panamá, Adelien entró en México, país donde fincaría su vida, la de sus hijos y la de su exquisita cocina.

Mientras comemos, recuerda su primer visita al mercado y cómo le sorprendió que en México las verdolagas, que en su país se consideran alimento de los cerdos, fueran hierbas comestibles para los humanos. Ahora se ríe, pues aquello que pensó imposible es un manjar que disfruta comer con huevos revueltos, y al contarlo, pareciera que el sabor se instala entre nosotras.

Otra cosa que le fue difícil entender fue porque las bolsitas de té no pintaban nunca como las que ella estaba acostumbrada a sumergir al estilo británico.

“Le sorprendió que en México las verdolagas, que en su país se consideran alimento de los cerdos, fueran hierbas comestibles para los humanos”

Adelien encontró en México no sólo un suelo para vivir y echar raíces. Fusionó su ser con los ingredientes que este país ofrece. Y fue así que logró hacer de su cocina un templo de exquisitez que amigos y familiares disfrutan. Con ella, además de charlar sobre cosas que a ambas nos emocionan y que parecen no divertir a los demás, aprendió sobre un guiso llamado “picadillo de semillas” y poco después de memorizar la receta, nos sorprende en la mesa con dos ollas de barro.

Al interior de estas ollas, una capirotada de leche y otra de piloncillo, hechas por ella misma a la usanza nayarita con toque propio y encopetadas por nueces, almendras y pasas que destellan caramelo.

Suena el trueno del descorche de un champán, servimos la capirotada que le tomó toda una jornada preparar. Resabios de piloncillo, pan, especias, tomate, leche, granos, pasas y mieles se deslizan en el paladar. Adelien, dulce y formada de capas de historia, es también una capirotada.

Este plato criollo, barroco y denso acompaña la puesta de sol. Con tanto dulce, tanta selva y tanto mar cualquier mal de amores se va.

Adelien hace un brindis, chocamos copas y pienso dos cosas: igual que a mis 16, me siguen atrapando las historias de mares y amor, ojalá la ingesta de burbujas me permita recordar para contar. La otra: no pararé de comer historias, inclusive si éstas engordan.