Me cagan los secretos. Hace poco comí en casa de unas personas. Sirvieron un plato que me encantó. Al final le pregunté al anfitrión si podía pasarme la receta o por lo menos comentar algo sobre los ingredientes, las técnicas; cualquier cosa. En vez de sentirse orgulloso por haberle aplaudido se molestó y enérgicamente aclaró que no hablaría más del asunto. Uno de los invitados se me acercó, me tomó del brazo y en voz baja comentó que había sido impertinente. —Es muy celoso de sus recetas —dijo—.
En otra ocasión fui a un restaurante que presumía de tener un mole “secreto” y espectacular; en realidad era solo una salsa bastante regular y no me impresionó. Pues ya sabe cómo cargo yo a todas partes con un cuaderno en donde anoto mis artículos y hechuras de cocina. Bueno, pues ese día me puse a bosquejar un artículo para el periódico cuando se acerca uno de los meseros y, emputado, sentenció que no podía escribir nada sobre los platos de ese restaurante. —Mira pendejo —contesté, bastante enojado— lo que escriba en mi cuaderno es asunto mio y si me vuelves a molestar te voy a partir la madre. El tipo se puso blanco y se retiró.
Hace unos años le pedí a un cocinero la receta de un pan que le quedaba muy bueno. El tipo me la envió a regañadientes. Al tiempo descubrí que me había dado las proporciones equivocadas; el pan nunca salió. Esta actitud mezquina me fastidia las pelotas. Me recuerda a esos indios que sienten les roba uno el alma cuando les tomas una foto. Pobre gente.
Qué actitud tan pueril, tan inmadura la de no compartir algo tan elemental como una receta de cocina
Tanto profesionales como aficionados me han escondido sus recetas, tildándolas de “secretos”. El éxito y la calidad de lo que se hace, no tienen que ver con un par de fórmulas, procedimientos o técnicas; cocinar es un estilo de vida que expresa lo que somos, la proyección de un proceso creativo y de un trabajo, una pasión y locura que se manifiesta todos los días: no tiene que ver con una estúpida receta nadamás. Qué actitud tan pueril, tan inmadura la de no compartir algo tan elemental como una receta de cocina. Entiendo que uno pueda sentirse proyectado y fuertemente identificado en ella, que hay algo de nuestra identidad que requiera cierta privacidad, un elemento que desea permanecer atado a nosotros.
Mire, cada semana publico mis recetas en mi blog y créame: siempre pongo lo mejor. Tanto, que casi todas las recetas de mis restaurantes, mi familia y mi casa han sido publicadas. Lo ideal sería que la gente las reprodujera en sus casas, sus negocios, donde fuera. Nada me daría más gusto y me sentiría honrado en que así sucediera. No hay que ser tan celoso; la familia Rangel de acá de Monterrey publicó hace años un libro con sus mejores fórmulas.
No estamos descubriendo nada nuevo aquí, solo creamos variantes personalizadas de temas bien conocidos; cada quien las tuerce como mejor le place. No es la receta del coronel Sanders ni la fórmula de la Coca Cola; tampoco son medicinas de patente, así que déjese de mamadas y cuando alguien le aplauda su receta, dé las gracias y siéntase afortunado porque alguien se interesó en su microscópico mundo de la comidita. ¿No me cree? Ponga en Google su receta; lo más seguro es que no solo ya existan cientos de variantes, sino que habrá decenas muy superiores a la suya.
Celoso, que te llegue el mensaje claro y fuerte: me cago en tu estúpido secreto, puedo hacerlo mejor que tú y no eres nada original, así que deja de pegarle al genio culinario, sé un poco más humilde y comparte tu conocimiento.
Relájese, son sólo recetas.