Esta historia trata de tejer, en sentido inverso, emociones y vivencias de lo que me tocó vivir unos días nublados pero alegres en Londres durante noviembre. Intenta describir momentos y termina, como casi siempre que escribo, en alguna confesión no pedida.
He vivido en Inglaterra en dos épocas de mi vida. Al año de edad, cuando mi padre vanguardista estudiaba una maestría en Medio Ambiente en Londres y a los 17, cuando era evidente que el inglés de mi republicana escuela no había sido suficiente para ser alguien en la vida, por lo que volví a Reino Unido y me instalé un año.
De cocina en esas épocas inglesas recuerdo, evidentemente, sólo las historias de la segunda edición. Ahí nació mi obsesión por los currys y mi afición por la cerveza. Ahí también cociné mucho y aprendí de suecos a comer arenques y preparar albóndigas; de serbios muchos platillos con pasta phyllo y de galeses a ahumar pescados. Londres era una capital de restaurantes de cocinas lejanas y para comer muy, muy bien, salíamos al campo, a los pubs más pequeñitos, aunque la regla general de un presupuesto reducido daba para alimentarnos de muy buenos sandwiches y una cantidad obscena de galletas.
Pesando 13 kilos menos, usando tacones más altos y 20 años después, la vida me llevó hace poco a las cocinas de la casa que han habitado los Embajadores de México en Londres durante décadas y entre cuyas paredes me comí más de una cosa prohibida en mi adolescencia. La cocina está ubicada en un piso inferior al nivel de calle y sus empinadas escaleras hacia abajo me transportaron años atrás a miles de recuerdos, algunos de conductas reprobables que oscilaban casi siempre entre la búsqueda de frijoles de lata y de bacardí blanco.
Apenas crucé el umbral de aquella cocina me encontré una escena que dos décadas atrás era impensable: cuatro cocineros mexicanos que admiro sirviendo un gran festín de productos mexicanos para los líderes de opinión más destacados de diversos sectores ingleses, con ánimo y seguridad de mostrar lo mucho que tenemos que hacerle saber al mundo de nuestra cocina.
Confieso que tuve que contener mi emoción, no iba a dejar que tan fácilmente se notara lo que sentía pero muchos meses de trabajo estaban siendo capturados en un solo momento: Elena Reygadas, Diego Hernández Baquedano, Benito Molina y Luis Robledo —y todos sus ayudantes— eficientes cocinaban mientras sonreían.
Se había servido una comida impecable, se habían invitado a los comensales perfectos, todos ingleses, todos influyetes en su sector para, a todos, enseñarles o recordarles lo que la cocina mexicana actual es y lo que la magia de sus cocineros produce.
Cada mesa estuvo bien pensada y cada uno de los invitados capturó que México y su cocina llegaron para reinar el mundo. —Estoy descubriendo hoy el vino mexicano —decía Sam Mendes, el exitoso cocinero y restaurantero de los más atractivos establecimientos londineses del momento—. —Entonces, ¿no hay totopos? —maravillada comentó Bianca Jagger, más famosa por su ex marido que por su labor como activista en América Latina y que se sirvió cebiche de pulpo dos veces—.
—This is stunning —frase que preferí no traducir y que la gran figura de la cocina inglesa, Fergus Henderson, pronunció al probar un aguachile de langosta—.
Más vino se servía, segundos espressos se ordenaban, el sabor de México estaba a flor de piel.
La noche anterior había sido épica. Una recepción para 500 invitados que nuestro país ofrecía con motivo de México fue anunciado anfitrión del evento “50 Best Restaurants Latinamerica”. Las patas del enorme dinosaurio que icónico vive en el centro del Museo de Historial Natural estaban rodeadas de mezcal, de tequila y de café mexicano. Nuestros cocineros servían ostiones, chocolate, flores y hierbas mexicanas, cebiches, pescados, adobos o cajeta en sus mejores versiones.
En los rostros de los invitados se veía una pregunta: ¿Qué está pasando con la cocina mexicana? Mientras, yo pensaba en lo irónico que resultaba que esos insectos que habían entrado hoy a ese museo no lo habían hecho esta vez como parte de la colección entomológica, sino para ser degustados.
—No han visto nada —se acercó a decirme al oído un amigo que sabe comer muy bien, mientras se mostraba a todo volúmen en tremendas pantallas una pequeña muestra en video de la cocina mexicana y sus cocineros—; —Hoy es el gran día de la cocina mexicana —me dijo una mujer muy sabedora de su cocina y con una de las trayectorias gastronómicas más importantes en México—.
Siempre he pensado que la suma de voluntades representa la fórmula para que las cosas pasen y pasen bien, pero México pintado con luz en los edificios londinenses, los famosos double deckers con la imagen del país circulando por Oxford Street, los medios de comunicación de todo el mundo hablando de nuestra cocina y los envíos ultramarinos de cocopaches, polvo de carbón, chiles y café chiapaneco para cocinar tenían, en conjunto, cierto grado adicional de emoción; de esa que sólo se genera cuando las cosas hacen sentido.
Cada suceso narrado en este texto se vincula con la capital inglesa, con lo mucho que me gusta comer y cocinar, y con la creciente admiración que siento por los representantes de la cocina mexicana en México y en el mundo. La cocina mexicana hizo sentido esos días nublados en Londres, los frijoles no eran de lata y el vino era bajacaliforniano. Todo ello sin duda, una premonición de que algo grande va a suceder; y miren que los me conocen saben que soy bruja.