Si alguien nos dijera que el motor de la civilización humana y la razón primordial de que el mundo se desarrollara económica, logística y políticamente fue un simple puñado de pimientas y unos cuantos clavos de olor, nos estaría diciendo la verdad.
Dar sabor a la comida —recordemos que los europeos en la Edad Media comían verduras, como coles y nabos, en caldos insípidos con un poco de carne, mucha grasa y poca, muy poca, gracia—, preservarla —cuando los refrigeradores todavía no existían— y, más que nada, mejorar su sabor, explica por qué los condimentos o especias financiaron reinados y llevaron a los hombres a recorrer el mundo, descubrir continentes y a realizar una de las hazañas más grandes de la civilización: demostrar que la Tierra era redonda.
Para hablar de los condimentos es buena idea comenzar por la zona del Mediterráneo y seguir con los fenicios, fundadores de la ruta de las especias, que partía desde la costa de ese mar, cruzaba Oriente Medio, el Himalaya, y llegaba hasta China.
Aunque en el Mediterráneo y sus alrededores ya se consumían algunas especias —basta recordar a Cleopatra, quien sedujo al mujeriego Julio César tras un banquete sagazmente aromatizado con abundante azafrán—, fueron las de Oriente las que despertaron la ambición de conseguirlas a toda costa, pues su sabor era insustituible. La ruta permaneció en secreto durante muchos años, hasta que Alejandro Magno dominó la zona, pues encontró valiosas especias cabalgando hacia el sol naciente. Al buscar el control de la ruta y sus beneficios —porque no sólo transitaban por ella especias, sino cualquier tipo de mercadería, incluyendo la seda—, en la época del Imperio Romano se estableció un comercio directo con China.[1] Sin embargo, la caída del Imperio acabó prácticamente con el comercio de las especias, sólo presentes, contadas y medidas en las mesas reales y aristocráticas gracias a los bizantinos, por una parte, y a los árabes, por otra —el mismo Mahoma comerció antes de las revelaciones divinas.
Durante un largo periodo —toda la Edad Media—, la ruta terrestre estuvo dominada por el Islam, lo cual generó la necesidad de explorar la vía marítima que bordea África para llegar a Indonesia, especialmente a las Islas de las Especias.[2] Atrás quedaron, entonces, las rutas terrestres que eran lentas y altamente costosas. Italia fue una de las regiones más beneficiadas con este cambio; incluso, Venecia recibió una de las mejores tajadas, gracias a su condición de puerto de entrada a Europa.[3]
Por si esto no fuera suficiente, las especias tuvieron un momento estelar cuando a Cristóbal Colón se le ocurrió inaugurar una nueva ruta para llevar a Europa pimienta, nuez moscada y canela desde Asia, para mejorar embutidos y escabeches, suavizar sabores de caza, devolver lozanías perdidas a pescados y carnes, ampliar medicinas, ungüentos, perfumar pestilencias corporales y, de paso, comprobar la redondez de la Tierra. Sobra decir que el viaje hubiera sido distinto si al célebre navegante no se le hubiera cruzado un continente en el camino.[4]
En el siglo XVI, el marinero portugués Fernando de Magallanes le propuso al rey de España, Carlos I, financiar una expedición para constituir otra ruta a las Islas de las Especias. Como la Corona española necesitaba capital y los portugueses dominaban la ruta marítima conocida, cualquier propuesta valía la pena. Así, el 10 de agosto de 1519, Magallanes zarpó con cinco naves.
Tras una travesía más larga de lo necesario —con la intención de despistar a los portugueses—, un amotinamiento de tres de los cinco barcos y una nave perdida por naufragio, Magallanes arribó el 21 de octubre de 1520 al canal de Todos los Santos, que después se convertiría en el estrecho que ahora lleva su nombre. Entonces, los tripulantes de la nave San Antonio se rebelaron y regresaron a España, pero Magallanes —con las otras tres embarcaciones— prosiguió hacia el océano, al que bautizó como Pacífico. A partir de allí, los marineros sufrieron uno de sus peores trayectos, que, por cierto, duró tres meses. Al borde del caos por falta de alimentos y múltiples enfermedades, llegaron, en 1521, a unas islas que llamaron «De los Ladrones» y posteriormente denominarían Marianas. Sin embargo, ya en Filipinas, Magallanes debió enfrentarse a los aborígenes y murió en la batalla, además de que una de las tres naves se perdió. Finalmente, las Islas Molucas se quedaron, otra vez, sin atajo.
Juan Sebastián Elcano tomó entonces el mando de la expedición y llevó a los dos barcos restantes a las Islas de las Especias, donde cargaron las preciadas mercaderías. Trinidad, una de las dos naves, zarpó hacia América, pero debió regresar por averías y fue capturada. Victoria —el otro navío— partió hacia la Península Ibérica por el Índico y, finalmente, atracó en España el 6 de septiembre de 1522 con sólo 18 sobrevivientes, el mérito del primer viaje marítimo alrededor de la Tierra y un cargamento que fue suficiente para volver a llenar las arcas vacías del reino español.
Las codiciadas especias provienen de semillas, raíces, cortezas o flores y, en la gastronomía, se utilizan para condimentar, modificar e intensificar el sabor, así como para conservar los alimentos en buen estado por periodos más largos y neutralizar sus toxinas.
El aroma es el mejor indicador de su calidad, por eso, siempre deben guardarse en recipientes herméticos y oscuros para evitar la acción del aire y la luz que hacen perder rápidamente sus propiedades. Debidamente conservadas se mantienen mucho tiempo en perfectas condiciones.
Por ende, así como en toda buena cocina siempre ha existido un especiero, todo buen cocinero sabe que las propiedades de estos condimentos se conservan por varios años sin riesgo de pérdida en aroma y sabor cuando se encuentran secos.
Cada región del mundo ha adoptado diferentes especias como elementos emblemáticos de su cocina, porque toda tierra que no sea desierto de arena o hielo ofrece plantas aromáticas y medicinales. De esta manera, no podríamos imaginar un sashimi japonés sin wasabi, un goulash húngaro sin paprika, una paella española sin su azafrán, una pizza sin orégano o unas albóndigas sin comino.
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[1]Lo cual genera en mi mente la imagen casi imposible de un romano con su toga junto a un chino de la dinastía Han. Increíble, pero real.
[2]También conocidas como «Islas Molucas». Forman parte del archipiélago que colinda con países como Filipinas, Malasia, Nueva Guinea y Australia.
[3]Cuenta de ello dan los relatos de Marco Polo en su libro Il milione, traducido al español como Los viajes de Marco Polo.
[4]Por cierto, Colón no encontró las especias que buscaba, pero, en cambio, llevó a Europa otras que fueron también muy apreciadas, como la vainilla y la pimienta de Jamaica.