Todo el mundo quiere un Lab. Los hay para todas las culturas y de todos los colores. Laboratorios científicos, industriales, de diseño o ciudadanos. Y junto a ellos todos los imaginarios que quieren hacer de la ciudad, la empresa o el aula un laboratorio vivo. Así las cosas, no es extraño que muchos vean en Bruno Latour a un profeta: «Dadme un laboratorio —afirmaba en 1983— y moveré el mundo». ¿De verdad vamos a meter todos los problemas del mundo en un laboratorio? ¿Se pueden pensar todas las experiencias con las mimbres de la cultura experimental? El consenso que evocamos tiene que venir de algún sitio y servir alguna causa. Tanto consenso es aburrido y quizás peligroso.
¿Cómo se autoperciben los beatos del lab? La cháchara que parlotean es la de la cultura experimental, una especie de nueva tierra prometida. Lo experimental parecería ser, como ya lo fue lo abierto y más recientemente lo transparente, el nuevo imperativo que modula nuestros imaginarios políticos. Constituirse como un laboratorio doméstico, sin embargo, no va a librarnos de los muchos males que quiso anticipar Mary Shilley, o contra los que se movilizaron algunos de los integrantes de ese gran laboratorio industrial conocido como proyecto Manhattan.
En ambos casos fue evocada la pregunta sobre quién, cómo y dónde controlar el enorme poder que podían acumular los detentadores del laboratorio. Innovar, descubrir o experimentar, tomadas como acciones que suceden al margen de la sociedad que las alberga, no dejan de ser prácticas misteriosas (por inaccesibles y cerradas), cuyos actores no siempre está claro para quién trabajan ni al servicio de que propósitos.
La lectura de Latour, además, deja claro que la figura histórica del laboratorio nace para suprimir por completo las fronteras entre el dentro y el fuera. La condición para que un laboratorio sea operativo es que sus miembros nunca salgan fuera, lo que significa que deben asumir el reto de hacer que el exterior sea abducido en su totalidad o, en otras palabras, que deben crear las condiciones necesarias para que sus prácticas sean tan intrusivas como exclusivas, tan objetivas como desarraigadas, tan abstractas como replicables. La profecía también podría haberse escrito de otra forma: dadme un laboratorio y ya nada será igual.
La cultura experimental, sin embargo, no cabe en el laboratorio. Lo desborda. Por eso la emergencia de nuevos espacios de sociabilidad menos severos, donde el rigor no espante la vida. De todos esos espacios, ninguno es más antiguo que la cocina. Ninguno tampoco más frustrante, si queremos verlo, como la antigua fábrica de cautivas y la nueva factoría de feminidades. La cocina tiene muchas identidades: dispositivo de alimentar, corazón del hogar, prisión doméstica, espacio de sociabilidad y, desde luego, laboratorio casero. La kitchen es un espacio plagado de máquinas y artefactos altamente tecnológicos. También es un espacio para hacer pruebas, innovar procedimientos, contrastar recetas y, en consecuencia, puede ser visto como un lugar donde desplegar modos de sociabilidad experimental y abierta. También es un espacio donde se despliegan formas particulares de vida en común que, en términos generales, habría que describir como menos discursivas que prácticas y más compartidas que reservadas. La cocina es un lugar de encuentro informal, esporádico y hospitalario. La cocina es el espacio amateur por antonomasia y, sin duda, un complemento del imprescindible garaje, ese donde nació el rock y brotó la cultura del Silicon Valley.
Aunque hay muchas máquinas accesibles y sofisticadas, sería exagerado ver la cocina como un ámbito dominado por la tecnología, porque sus usuarios se creen con el derecho de cambiar las reglas, las recetas, los tempos y las tradiciones. La cocina es un espacio hacker donde todo está al servicio del usuario y ningún diseño parece lo bastante inflexible como para no adaptarse a las demandas emergentes.
Cuando hablamos de usabilidad de las tecnologías deberíamos pensar en las cocinas. Aquí se disuelven las fronteras de género, raza, edad o clase: la cocina parece al alcance de todos y no es probable que acabe siendo otro espacio dominado por los expertos. Esa nueva religión para gourmet que llamamos gastronomía cada día se aleja más del mundo de la cocina y se acerca más al de las industrias culturales, siempre dominadas por las modas, los tenores, los exquisitos y, cómo no, la excelencia.
¿Es la cocina un antecedente de la gastronomía? Creo que no. Los grandes cocineros quieren la admiración de las amas de casa y de los maestros del perol, pero nunca lo conseguirán si cada día se alejan un poco más del anhelo principal que mueve la olla doméstica: dar de comer a la gente que quieres está en las antípodas de quien da de comer a quien lo puede pagar. La Glamcook es otra impostura neoliberal.
Si tuviera razón B. Latour y el mundo de la ciencia tuviera que discriminar entre los asuntos cuantificables, objetivos y probados, de una parte, mientras que, complementaria o alternativamente, estuviese obligado a discernir las cuestiones relacionadas con los intereses, las pasiones y los conflictos, entonces la kitchen sería el laboratorio de las matters of concern y no el de las matters of facts. Al lab vamos para establecer leyes, conceptos o pruebas basadas en evidencias, los llamados hechos, mientras que a la kitchen nadie entra buscando establecer principios, normas o demostraciones.
La kitchen es el espacio donde intentar hacer cosas que favorezcan una vida compartida. Nadie en la cocina intenta asegurarse de que tiene razón o de que sus argumentos son incontestables, sino que más bien trata de experimentar con las posibilidades de una convivencia armoniosa. En la cocina poco importan las leyes del sabor o las reglas del color, la textura o el olfato. Si tenemos un comensal que no tolera o no aprecia algún ingrediente, pues se suprime. Lo que mueve a sus pobladores es ensanchar el mundo de la sociabilidad. Lo ordinario en la cocina es lo común en la vida. En el laboratorio, lo normal es lo infrecuente, lo inusual o lo excepcional.
Una comida, incluso la que es excepcional por sus ingredientes, procedimientos o comensales, es buena si nos hace felices mientras la compartimos. Los proyectos de laboratorio confinan con la verdad, mientras que los de la cocina limitan con la bondad. Cuando todo funciona en una cocina, los comensales están menos preocupados por la replicabilidad de las recetas que por la cordialidad de las atmósferas. Los porcentajes de proteínas y los niveles de azúcar o grasas pasan a segundo plano. Los elementos cuantificables son desplazados por los ingredientes inmateriales. La cultura es una gran conversación que se hace vibrante alrededor de una mesa de comensales (que no de plutócratas, siempre adictos al gesto gastronómico).
Hoy que cada río, cada enfermedad y cada dispositivo tiene una asociación para defenderlo, hoy que todos lasmatters of fact se han convertido en matters of concern, hoy cuando ya el laboratorio está desbordado, privatizado y vigilado, necesitamos buenas cocineras, menos bancos de pruebas y más tablas corridas, menos virtuosos del experimento y más trabajadores de la prueba. Los problemas son agudos y no hay que prepararse para una demostración sino para una negociación.
Contamos con muchos estudios que argumentan que el origen de la ciencia moderna está en la cocina y en la cultura experimental. La noción de laboratorio es más reciente y quienes han documentado su emergencia la datan en la segunda mitad del siglo XIX. Es decir que el locus de la ciencia no es el laboratorio hasta fechas más recientes de lo que imaginamos. Sabemos que los laboratorios estaban en casa y que había mujeres en el ecosistema de la cultura experimental. Y sí, no aparecen en los relatos. Han sido sacadas de la escena. El espacio no ha sido descrito sino prescrito.
Pero hay más, no solo salieron de la escena algunos personajes, sino que el propio espacio ha sido estigmatizado como un lugar culturalmente plebeyo, socialmente marginal, políticamente invisible y cognitivamente irrelevante. Ahora que todo el mundo quiere un lab y que pocas cosas son más cool que cocinar, en un momento donde algunas cocinas son laboratorios, quizás sea el momento de hacer el movimiento inverso y reclamar para la cultura experimental sus orígenes en la kitchen.
Una deriva que nos invita a cuestionar la figura del líder, la cultura del impacto, la función autorial y el culto a los hechos. Cocinar problemas seguirá siendo una práctica experimental, colaborativa, mediada, finalista y pública, pero además debiera ser hospitalaria, transparente y abierta (en beta), más atenta al paladar de los comensales que al halago de los pares, más conectada con los recursos vecinales que con las metafísicas globales, tan sensible a los saberes profanos como a las recetas expertas y, por fin, comprometida con un lema fácil de recordar: hacer (el) bien.
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Por Antonio Lafuente es investigador del Instituto de Historia (CSIC) en el área de estudios de la ciencia para Yorokobu.es