Hacia la década de 1870, Francia atravesaba por una crisis política y de identidad. El proyecto monárquico encontraba imposible designar un soberano que no fuera impugnado por los partidarios de los otros candidatos. Fue así que se decidió instaurar la Tercera República Francesa con sus dos Cámaras, la de Diputados y la de Senadores.
Por primera vez en el siglo que corría, Francia tuvo oportunidad de volcarse en sí misma y atender a sus contradicciones y sus desafíos culturales.
Para ese entonces, el Imperio Británico consolidaba su influencia comercial en todas las regiones del mundo, para lo cual hubo de llegar a acuerdos con la élite capitalista francesa, quien participó de las oportunidades de negocio que los ingleses concretaban.
De esa manera, se vivió en París una etapa de esplendor burgués, en medio de las glorias pasadas del dominio imperial napoleónico. La ciudad se convirtió desde la época del Barón Hussman en el referente urbano de muchas capitales. Y el burgués francés en el modelo de vida, sofisticación y refinamiento de todo el mundo.
En París se fueron acomodando aristócratas y plutócratas de todo el orbe. Su intensa vida social transcurría entre conciertos, obras de teatro, exposiciones de pintura y escultura. La sociedad parisina leía con avidez a los autores del momento y sus columnas en los periódicos. Y desde luego, fomentó una cultura sublimada del buen comer.
Se crearon así círculos sociales que se reunían en casa de una Patrona una vez a la semana. Ahí cenaban, discutían los temas de actualidad y disfrutaban, quizás, de un pequeño concierto. Ese círculo frecuentaba los mismos restaurantes y hoteles.
La búsqueda permanente de sabores se transformó en una constante de esta sociedad parisina. Los ferrocarriles y los buques mercantiles facilitaron el acceso a productos e ingredientes de todo el mundo. Sin embargo, el espíritu de dominio francés los transformaba en platillos y especialidades indiscutiblemente francesas. El repertorio de su cocina aristocrática se fue enriqueciendo notablemente, no sólo por los ingredientes en sí, sino por las fantasías y relatos alrededor de las culturas que los proveían.
Los franceses acaudalados del momento contaban con una riqueza acumulada que les permitió viajar. Sus destinos podían ser europeos; Italia cautivaba especialmente por todos sus artistas del Renacimiento pero también se viajaba hasta Grecia para ver de cerca el esplendor helénico. A Rusia para atestiguar la grandeza de Moscú y San Petesburgo con su colección del Hermitage. A las aguas termales de Hungría y a la Andalucía española de pueblos blancos y pasión gitana, como la que inspiró a Merimée y a Georges Bizet para crear la ópera Carmen. Los más osados viajaban a Medio Oriente en tren y visitaban Estambul, Damasco, Líbano y El Cairo.
Se tejieron muchas redes comerciales a partir de esos viajes burgueses. Su reflejo fiel fueron las mesas con seis o siete copas por servicio donde los comensales probarían vino Amontillado de Jerez, blancos y tintos de la Borgoña y Burdeos, lagrimosos del Tokaj húngaro, blanco del Rhin y vino cocido de Oporto y de Madeira de Portugal. La novedad no estaba en los vinos en sí. Estos se conocian de distintas épocas en muchas de las ciudades europeas, no sólo en París.
Lo que significaba toda una revolución era el esfuerzo de los cocineros y sommeliers por transformar la hora de la comida en una experiencia fascinante para los comensales. Fue así que se determinó un protocolo para el servicio de la mesa, con copas y cubiertos específicos para cada tiempo de la comida.
La buena mesa francesa del siglo XIX se convirtió en el gran referente para lo que hoy llamamos haute cuisine
La variedad de aromas evocativos en los vinos se incrementó con los olores de las piñas, los chabacanos damasquinos, las pasas de Corinto, el chilacayote mexicano, la flor de jamaica, las hojas de menta, el té de manzanas y el de jazmín.
En las mesas los comensales tenían a su disposición un tenedor y cuchillo pequeños para los entrantes, un cuchillo de paleta especial para comer pescado, un cuchillo dentado para la carne, unas pinzas y tenedorcillo especial para los caracoles y otro más para la carne de cangrejo. También había cucharas para la sopa, para el postre y para remover el café o el té.
El arte de la buena mesa francesa del siglo XIX se convirtió en el gran referente para todo lo que hoy llamamos haute cuisine o alta cocina. Placeres únicos para una élite acaudalada e instruida en apreciar las bondades del arte de Apicius, el primer gastrónomo del occidente, y que se formaba y recreaba en los restaurantes de la época.
Uno de los escritores que recreó en su obra toda esta etapa histórica fue Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. En el primer volúmen, Chez cote Swann nos cuenta que el protagonista, tratando de encontrar a su querida, “se hizo conducir hasta los últimos restaurantes… fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces a Casa Tortoni y al Café Anglais.” Sabemos que el primero fue un celebre restaurante de moda, situado en el 1 de la calle Laffitte. Mientras que el segundo era el centro de encuentro de políticos y literatos. El tercero fue considerado el mejor restaurante de París a finales del siglo XIX.
La gran gastronomía francesa sedujo a las élites de todo el mundo. México no fue la excepción. El banquete del Centenario estuvo compuesto por una minuta totalmente afrancesada. Durante el Porfiriato, quedó en nuestra cultura nacional una impronta francesa imborrable. No sólo por los monumentos y edificios de muchas ciudades del país, sino por el aprecio a los sabores de la gran cocina francesa que cualquier mexicano en París sabe disfrutar. Pues como Marcel Proust escribió: “No es la vista; es el sabor el motor que da vida al mecanismo psicosensorial del recuerdo.”