El tren pasa muy cerca. Es el tren que solía ser de pasajeros y en el que viajé varios veranos hacia un pueblo cercano. El predio es bastante grande y tiene una bonita vista hacia los montes y las cúpulas del pueblo. Se llama así porque es de Blanca y porque es lo que como fantástica cocinera ha creado en su mesa. El poblado es Ziracuaretiro y el estado, Michoacán.
[contextly_sidebar id=”650a2b2fcbae142225e17b0aecd78f01″]Llevaba años y años escuchando del restaurante. Mi abuelo, quien ahora que lo pienso tuvo importante influencia en mi “buen diente”, lo consideró siempre uno de los grandes lugares para comer en el mundo y, apenas conocí a Blanca, cariñosa me hizo saber que la familia siempre es bienvenida y que ya me estaban esperando.
El viaje en coche había sido largo y el agua de zarzamora, de las que cultiva Blanca muy cerca, fue un regalo a los sentidos. Ella es una mujer conversadora y simpática; apenas nos vió cómodos, y habiendo saciado la sed, intuyó que era momento de un tequila, desde luego pero sobre todo, de un taco de carnitas.
Blanca disfruta enormemente que la gente sonría con su cocina…
Su intuición era atinada. Sí, las carnitas michoacanas son de las mejores del país pero las de Blanca, cocinadas en unas enormes y brillantes cazuelas de cobre que luego supe que pulían y lavaban con salsa Valentina, son de las mejores que he probado. Maciza, cuerito y un poco de buche: trilogía divina.
Blanca empezó como pastelera en Uruapan y poco a poco los clientes, que tanto gustaban de sus pasteles, le fueron pidiendo otros platillos, me contó mientras me observaba comer y con ello me identifiqué porque, como yo, Blanca disfruta enormemente que la gente sonría con su cocina.
“Te voy a poner un restaurante”, le dijo su marido hace 12 años y desde entonces Blanca no ha dejado de cocinar. Pronto trajeron unos chiles capones rellenos de queso en salsa verde, chiles secos largos y primos del pasilla que trae de Querétaro y que, con esa crema y esos quesos michoacanos, saben a gloria.
Un chamorro en un adobo de sueño. En hojas de vástago se cuece y se envuelve habiendo sido marinado en chiles y mucho jugo de naranja. Son recetas de la familia, de doña Elvira, “la suegra de mi mama”, nos cuenta Blanca y platica una historia de su abuela y de cómo “hasta revisaba si traías el fondo almidonado”.
“A la comida, le doy duro y diario”
Estamos en la tierra del aguacate y pedimos aporreadillo en salsa de aguacate, un platillo que llama la atención por el verde de la salsa hirviente; más verde que cuando la fruta está cruda. Y después un conejo a los tres jugos sabrosísimo. Todo acompañado de tortillas recién hechas, todo con una generosa sencillez, todo muy bien cocinado.
Hay que ir a La mesa de Blanca. Las carnitas son sábado y domingo, sólo abre a la hora de la comida y aunque sienta a 400 personas, el restaurante está lleno. Varias mesas de turistas extranjeros, un bautizo en donde las jóvenes madres con retacados vestidos dicen mucho del Michoacán de hoy —“hay mucha cirugía plástica en Uruapan”, me dice en secreto Blanca— y mientras converso con ella los comensales de mi mesa no paran de pedir postres: un pastel de macadamia con nueces locales y unos chongos zamoranos dulces pero no tanto.
Hace calor, hemos comido realmente espectacular y pienso en mi abuelo. Hablando de Ziracuaretiro, Blanca, grandísima cocinera divertida me confiesa: “A la comida le doy duro, y diario”. —¿Y a los otros dos grandes placeres de la vida también? —le pregunto— y sonriente responde: “Sí, al desayuno y a la cena”.