El langostino es tan bueno que iba pa’jamón.
José María Pemán
El jamón es algo más que una pata de cadáver momificada y comestible, incluso es algo más que una pata gloriosamente momificada de glorioso cerdo ibérico. El jamón forma parte del imaginario español de la abundancia y no se recuerda [con suficiente regularidad] que fue prueba de cristiano viejo, porque al hacerle ascos el moro y la judería a la carne de cerdo, indicio de buen cristiano eran a hincarle el diente al jamón, convertido en una de las infinitas pruebas de Dios en tiempos en que tanta falta hacían.
Se llamaba marrano al converso sospechoso de no serlo del todo, y al llamarse cerdo se expresaba la macabra intolerancia y desafección del cristiano comedor de cerdo, desagradecido que insulta con el nombre de lo que devora, aunque Góngora llegara a hacer metáforas del cerdo, más que del cerdo del torrenzo.
… y en vuestra ausencia, en el provecho mío,
será un torrezno el alba entre las coles.
Y en Aragón, tierra de sinceridades y de lenguas afeitadas, sea copia la más hiperbólica exaltación del cerdo:
Hubo seis cosas
en la boda de Antón:
cerdo, cochino,
guarro y lechón
El jamón y sus vastedades
[contextly_sidebar id=”f76cef43c4e216e2356e8df1fde1b6e5″] El jamón salado es en España el claro objeto de cualquier apetito y los españoles de mi promoción, maleducados gracias a historietas como la de Roberto Alcázar y Pedrini en los llamados años del hambre, recordamos aquellos bocadillos de jamón que Pedrín le pasaba al facha de Roberto Alcázar cuando estaba en la cárcel, como recordamos los jamones soñados por Carpanta o Protasio, con más intención que la puesta por Gérard Philippe en soñar los perniles de Gina Lollobrigida de Mujeres soñadas.
Sería precisa la combinación de un semiólogo y de un psicólogo para descubrir las pulsiones que provoca el jamón. País de sexualidades y erotismos de casquería ¾ sobacos, corvas, culos, escotes ¾ era lógico que la paletilla de cerdo sedujera, por lo que tiene de asa de los culos tan apreciados por la mirada furtiva, sea masculina o femenina. A esta obviedad psicosexualizante, el semiólogo podría aportar una descodificación del jamón como diseño total del imaginario de la saciedad, olor, textura y sabor incluidos. Cualquiera que haya observado cómo se cala un jamón, habrá descubierto que en el instante de pinchar la momia, recuperar la cala y olerla, se produce la liberación de casi todos los instintos y los sentidos.
Curada la pata de cerdo a la sal, al oreo, al humo o al adobo para ser jamón salado, o bien cocida y moldeada para ser jamón cocido, lo cierto es que en España interesa más el jamón salado, del país o serrano, que el dulce, aunque la mitología dietética haya conseguido que el jamón dulce se haya metido en la vida de los españoles como el condón, el café descafeinado, el tabaco sin nicotina, los testigos de Jehová, la cerveza sin alcohol y el paddle-tenis. Si no es el español, en todas sus variantes locales, que es el jamón de verdad, hay que recurrir a otros tratamientos jamoneros interesantes, como el de Parma, aromático y de textura equívoca.
Tampoco hay que desdeñar los alemanes de Westfalia, ahumados y perfumados al jengibre, o los de la Selva Negra, ahumados y aromatizados a la nuez. En Bayona se salaba el jamón y se dejaba reposar siete u ocho días hasta que se volvía pegajoso. Luego lo lavaban, lo raspaban, lo mezclaban con sal y salitre y lo dejaban sobre un tablero inclinado para deslizar los jugos resultantes y conservarlos en un cuenco, para regar continuamente la carne con sus propios sudores. Y una vez curados, se untan con heces de vino, se ahúman con leña de enebro y finalmente se envuelven en ceniza. Sólo una resultante tan mágica justifica una liturgia tan trabajosa.
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Con información de: Del plato a la boca. Disertaciones sobre la comida. México: Editorial Otras Inquisiciones y Editorial Lectorum, 2012.