Es enero y en México, el 6 recibimos a Melchor, Gaspar y Baltazar que llegan desde el lejano Oriente a traer dulces y juguetes a todos los niños que se portan bien. Por supuesto que no puede faltar la rosca de reyes, acompañada con un jarrito de barro lleno con espumeante y aromático chocolate caliente.
Esta bebida ha trascendido a lo largo de los siglos en la cultura gastronómica mexicana; acompañó a los sacerdotes y nobles en la época ancestral y hoy es una de las formas más reconfortantes de hacerle frente a la temporada de frío.
Tanto grandes como pequeños recibimos a los reyes y al año que arranca con una rosca elaborada expresamente para ellos; la masa se prepara con harina, huevo, mantequilla, azúcar, manteca, una pizca de sal; frutas cristalizadas, higos y los muñequitos que se esconden en la masa y que simbolizan al niño Jesús que los Santos Reyes quieren encontrar.
Se acompaña siempre con un chocolate caliente preparado en cazuela de barro en donde se menea con el tradicional molinillo de madera que lo vuelve espumoso y le da una consistencia suave y delicada.
La celebración del encuentro de los reyes con el niño dios es cristiana y europea, conmemorando al día de la Epifanía en donde, según el Evangelio según San Mateo de la fe cristiana, tres magos de oriente llegan a adorar al niño que vieron nacer en sueños y que sería el rey de los judíos.
La rosca se parte en diferentes lugares del mundo y tiene aspectos específicos en cada una de ellos, pero México tiene algo especial: la costumbre de acompañarla con chocolate caliente, una bebida de origen prehispánico que antes de la conquista estaba reservado a la élite que en fiestas religiosas daba licencia al pueblo llano para que se deleitara con ella.
El delicioso brebaje se elaboraba con las semillas del cacao, un fruto cuyo nombre científico, Theobroma cacao L., nos remite nuevamente a las regiones celestes, pues el griego Theobroma, significa justamente, alimento de los dioses.
Antes de la llegada de los españoles, sus semillas previamente fermentadas, tostadas y molidas se cocían en agua dentro de ollas de barro bruñido; posterior a eso se mezclaban con chile o achiote, con granos de elote, con miel de abeja o vainilla e incluso con flores de magnolia. El mejurje ya cocido se dejaba atemperar para tomarse frío.
Este preparado -que en el altiplano central se conocía como xocólatl y era ofrendado en ceremonias rituales a Tláloc y a los tlaloques- fue muy pronto adoptado por los españoles que lo adaptaron a sus gustos, transformando la bebida de natural amarga, en una dulce y caliente infusión. También agregaron leche, azúcar de caña, almendra y canela de Ceylán.
La costumbre de tomar chocolate caliente se convirtió rápidamente en un vicio novohispano; tanto ricos como pobres lo disfrutaban casi a diario y para el cual se mandaban fabricar tazas y jarras especiales. De ahí nacieron las mancerinas de porcelana, los búcaros de barro de Tonalá y las jarras de barro con un pico a cada lado para batir el chocolate hasta lograr que la blanca espuma rebase el tope del trasto.
Con el paso del tiempo y la vida y sobre todo con la llegada de la modernidad y las prisas, es difícil elaborar el chocolate diariamente; también lo es sentarse tranquilamente a degustarlo, por lo que esta delicia se ha convertido en una exclusividad de celebraciones como la Epifanía.
Este es un día especial en que nos permitimos el lento ritual de preparar el chocolate caliente a la manera de nuestros abuelos para recibir a los reyes.
El 6 de enero es pues, una gran oportunidad para sacar las cazuelas de barro libre de plomo y el molinillo de madera para elaborar y servir el chocolate caliente con la paz y el sosiego de otros tiempos y compartir en familia las dádivas de los tres reyes al niño sagrado; al mismo tiempo que ofrendamos a los Santos Reyes una bebida que sin duda sigue siendo el néctar de todos los dioses.
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