Desde tiempos prehispánicos, el hombre y la mujer mexicanos han tenido como centro de su vida comunitaria y familiar el fogón. Frente a él nos hemos sentado para echar las tortillas, para calentar el pozole y para preparar el venado o la codorniz recién cazados. La cocina mexicana ha sido atestiguada por dos productos: barro y fuego.
Alrededor del primero nos hemos acomodado para comer, convivir, platicar y negociar. Es su calor los olores que de ahí salen y las delicias que ahí se preparan, lo que nos atrae y nos reúne.
Ahí en el hogar, en el centro de la casa, se ha cocinado la historia de la culinaria mexicana sobre ollas y comales de barro. Desde sus comienzos, estas piezas se han caracterizado por ser coloridas, y acompañar bien lo condimentada y picante de las preparaciones.
Con las 64 variedades de maíz nativo, los casi 50 tipos diferentes de chiles, el cacao, el tomate, la calabaza, el amaranto, la chía y los quelites, las mujeres de esta tierra se han dado a la tarea de alimentar y cuidar a su descendencia con recetas que se han convertido en patrimonio inmaterial de la humanidad.
Y desde antiguo, esta creatividad se ha contenido y se ha preparado en el barro, un material que cocido al fuego soporta las altas temperaturas que se necesitan para cocinar una y otra vez nuestro sagrado sustento.
Moldeada de distintas formas, esta materia primordial se convierte en cazuelas, vaporeras, ollas y comales, cuya técnica y diseño ha respondido a las necesidades y a la cosmovisión de cada época y región en la que han sido fabricadas.
Así, los antiguos mexicanos elaboraban su alfarería con diseños complejos que hacían alusión a su vida religiosa y a su entorno natural; preferían el bruñido para dar brillo e impermeabilizar sus piezas.
Esta técnica, que consiste en pulir la superficie del barro con una piedra con semillas o bien con pedazos de madera, fue casi por completo sustituida por el vidriado con óxido de plomo, una novedad que introdujeron los españoles.
A los talleres alfareros novohispanos no solo llegó el óxido de plomo; los cambios impuestos por la conquista, los obligaron a eliminar los diseños realistas y los temas religiosos de su producción artesanal. En cambio, los diseños geométricos y las formas asociadas al entorno doméstico permanecieron y se adaptaron a la nueva forma de vida impuesta por los españoles.
Si bien el celo religioso de los españoles violentó la cosmovisión de los indígenas al punto de desterrar a sus dioses, y con ellos a todas las imágenes y diseños alfareros asociados; no pudo acabar con el ámbito de lo doméstico, con las relaciones de parentesco y amistad que continuaron gestándose alrededor del fogón, la cazuela, el comal, los moles, las salsas y los platos de pozole.
El arribo del óxido de plomo a los talleres alfareros indígenas representó un riesgo de salud constante. Afectó tanto a productores como a comensales novohispanos -cuya dieta, mucho más rica en calcio y otros minerales que la que dicta nuestro actual estilo de vida- pudo compensar la gravedad del problema.
Este problema comenzó a resolverse hasta muy entrada la segunda mitad del siglo XX; fue ahí cuando el gobierno mexicano se dio a la tarea de que los productores locales hicieran esmaltes libres de plomo.
Comales, ollas, platones, cucharas y jarras, continuaron fabricándose en los talleres alfareros y vendiéndose en los mercados populares; ahí, las mujeres compran hasta la fecha sus enseres domésticos para seguir cocinando en el fogón, la culinaria mexicana.
Esta mezcla de culturas gastronómicas resultó por demás afortunada y dio a la cocina mexicana un sello inconfundible; éste se reconoce internacionalmente y hoy día evoluciona de la mano de las nuevas tendencias de vanguardia.
Así, la nueva cocina mexicana es, sin duda, la pareja perfecta de una alfarería 100% libre de plomo que proteja la salud de los comensales y de las comunidades alfareras, al mismo tiempo que preserva para las futuras generaciones, una memoria culinaria que está escrita en barro y en fuego.
Nuestro arte culinario, es pues, una deliciosa herencia que se gesta en el fogón. En él se mezclan y cocinan los ingredientes y las técnicas de dos culturas opuestas y solo se entiende y se disfruta a cabalidad preparada y servida en la proverbial alfarería tradicional mexicana. Ella es, después de todo, el ajonjolí de todos los moles.