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A lo largo de la historia humana se han registrado más de 7 millones de especies comestibles de plantas y animales, pero ¿cuántos realmente llegan a tu plato? En la actualidad solo se usan 15 variedades vegetales y 8 animales para alimentación, de acuerdo con Jorge Llorente y Susana Ocegueda en Estado del conocimiento de la biota.
En el camino, hemos perdido gran variedad de ingredientes, lo que no solo limita el goce de nuestros paladares, también afecta la riqueza cultural de la cocina, pues con su desaparición se van también recetas, técnicas, culturas y sabores. Ejemplos hay muchos: desde algunas variedades de jitomate -como el negro o el riñón- hasta productos más puntuales como los chiles endémicos de la región del norte del país.
Al campo lo rigen la oferta y la demanda: nadie está interesado en sembrar vegetales que no serán útiles y significan una pérdida económica, eso sin contar el esfuerzo y uso de recursos. Algunos productos entonces, están condenados a la extinción porque no son rentables aunque culturalmente tengan valor en su región.
En las cocinas rarámuris, el arí es un un alimento tradicional que se utiliza como sustituto de la sal y también para dar sabor a platillos tradicionales. Se trata de una resina producida por hormigas en el samo, un árbol que se da en la región de la Sierra Tarahumara y que nadie conoce más que las comunidades que lo utilizan, por lo que su uso cada vez es menos común.
Algo similar pasa con el tlachique, ese líquido blanco que brota de los magueyes pulqueros y que precede al aguamiel. Esta bebida servía en la antigüedad para destetar a los niños, pero los conocimientos sobre su enorme beneficio nutricional solo lo poseían unas pocas mujeres del Valle de Mezquital y los Llanos de Apan, por lo que hoy nadie lo busca.
Como estos, podríamos hablar de cientos de ingredientes que construyeron la cultura gastronómica de México: el quelite rojo cada vez más escaso, el pasilla mixe tan aromático en le mole negro oaxaqueño; la chogosta veracruzana o la preparación del sendecho, una receta clásica mazahua para hacer atole.
Hay cuatro motivos principales por los cuales este tipo de productos tienden a la desaparición. La primera tiene que ver con la demanda que tienen en el mercado, la segunda con las importaciones y los precios en otros países; la tercera con la capacidad de producirlos en volumen en sus lugares de origen y la última con el valor cultural que le dan las sociedades a ciertos elementos de la naturaleza.
México es un centro de domesticación y origen de más de cien especies de plantas comestibles que hoy se encuentran en todo el mundo.
El chile, uno de los ingredientes por excelencia de nuestra comida, está desapareciendo del campo, pues es más barato importarlo. No suena lógico que China sea el mayor proveedor de chile para México pero es una realidad aunque el tamaño, sabor y textura sean de una calidad inferior.
De acuerdo con Fondo Mundial para la Naturaleza, WWF por sus siglas en inglés, nuestro país importa 6 de cada 10 chiles verdes siendo que existen hasta 64 variedades en México.
Uno de ellos es el poblano, famoso por ser el protagonista del icónico chile en nogada. Se cosecha en varios municipios del estado de Puebla pero es más rentable traerlo desde China pues el precio -aún con el transporte y los intermediarios- es más competitivo. Esto plantea una encrucijada en la vida de los agricultores mexicanos: ¿producir sin generar o mejor dedicarse a otra cosa?
Siguiendo con la lista de ingredientes de los chiles en nogada: la desaparición también los acecha: aparecen variedades únicas de México como la pera de San Juan, la manzana panochera y el durazno criollo, todas cosechadas en Calpan, Puebla. Estas variedades tienen algo en contra: son menos estéticas que aquellas importadas, por lo que se les da menos valor y tienen una demanda más baja.
Llevando esta tendencia al límite, el platillo virreinal cuya receta tradicional, cuenta la leyenda, este año cumple 200 años de existir, podría desaparecer con los ingredientes endémicos que la hacen única.
El maíz es otro cultivo representativo de México, pero éste no crece solo. En la milpa hay más de 15 variedades de vegetales comestibles entre los que destacan frijoles, calabazas, quelites, tomates y hierbas aromáticas. Todos los lugares en los que se desarrolla este ecosistema son distintos por lo que por especies no paramos: la diversidad de suelos y climas hacen posible que no solo exista una variedad de tomates o frijoles en el territorio y también que crezcan especies determinadas según su latitud.
La demanda de algunos de estos productos hace que los demás queden en desuso y en términos ecológicos, disminuir la biodiversidad también supone un problema: el suelo se hace menos fértil por lo que el ecosistema cambia.
La milpa es un ejemplo de esto: la planta de frijol fija nitrógeno en la tierra, la cual se absorberá por el maíz. Las hojas de la calabaza brindan sombra al suelo y concentran la humedad, así que los chiles que viven debajo pueden desarrollarse y servir como pesticida natural por desprender una sustancia que aleja a los insectos. Todos tienen un papel importante y el equilibrio se pierde cuando falta alguna especie.
Las cocinas y nutrición de los pueblos originarios están íntimamente ligados con estos productos. No se puede pensar, por ejemplo, en una comida chiapaneca sin chipilín o en un desayuno oaxaqueño sin poleo; sin embargo, el conocimiento de estas especies reside en las comunidades locales y es difícil hacer un trabajo de difusión que promueva su uso en todo el país.
Con el maíz pasa un fenómeno particular: a pesar de que son varios los proyectos que buscan salvaguardar las semillas nativas, cada vez tienen menos cabida en la cotidianidad mexicana porque las modificaciones genéticas y la biotecnología apuntan a la extinción de estas especies.
Rafael Mier, director de Fundación Tortilla, aclara que esto sucede porque las grandes empresas de masa de maíz nixtamalizado buscan volumen más allá de calidad y sabores endémicos. El maizajo tlaxcalteca, el maíz negro chiapaneco y el rojo de Oaxaca pueden desaparecer igual que las recetas que se elaboran con ellas.
Aunque la Secretaría de Agricultura reporta más de 70 especies de frijol, en el mercado no se encuentran más de cuatro: negro, bayo, flor de mayo, blanco y peruano. Los ayocotes poblanos, por ejemplo, tienen una concentración más alta de proteína vegetal y son prácticamente desconocidos en el resto del país. El frijol vaquita, el rojo, el pinto y el largo tienen una producción marginal y tienden a desaparecer a pesar de que su contenido nutricional y participación en la cultura gastronómica de sus regiones es relevante.
El desuso fomenta indirectamente a los monocultivos y estos a la demanda de ciertas especies. Al final, el círculo vicioso es el que determina qué productos son valiosos ante los ojos del mercado y cuáles tienden a desaparecer.
La enorme variedad de vegetales que produce el suelo mexicano no sólo es útil para nutrir a la población sino que también construye el paisaje gastronómico sobre el que se basa la cocina; a pesar de esto, promoverlos a lo largo y ancho del país no es una alternativa pues no hay infraestructura suficiente en el campo como para hacerlo, afirma Mier.
La propuesta entonces sería promover el uso de los ingredientes locales y de temporada, de tal suerte que los platillos regionales puedan seguir enriqueciéndose con ellos y perdurar en el tiempo en vez de tender a la desaparición.
Planteado esto, se sumaría valor a las especies silvestres y a los productos nativos y se respetaría la temporalidad, así, tanto el ecosistema como la economía encontrarían un equilibrio que las perdure en el tiempo.
De acuerdo con un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) los pequeños agricultores y la agroindustria pueden encontrar un punto de equilibrio en donde la cooperación y transmisión de conocimientos sea fundamental para evitar la marginación de uno u otro.
El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) junto con un colectivo de cocineras tradicionales, chefs e instituciones educativas lanzaron una campaña que busca promover y conservar productos mexicanos que, si bien, se utilizan en recetas originales ahora se encuentran en una gran amenaza de olvido. #DaleChamba busca que los productos tradicionales tengan utilidad en la cocina moderna.
El principio es bastante sencillo: incluirlos en sus platillos y menús de restaurante para darlos a conocer y popularizarlos. Además de proponer sabores distintos, se colaboraría con la causa de los agricultores que los producen.
De la misma manera, Slow Food México pone especial atención en elementos únicos de la cocina mexicana a través de las “arcas del gusto”, catálogos de alimentos en riesgo de ser olvidados o en peligro de extinción.
“El arca nace para señalar la existencia de estos productos, denunciar el riesgo de su desaparición e invitar a todos a hacer algo para salvaguardarlos: buscarlos, comprarlos, comerlos, describirlos, ayudar a los productores y, en algunos casos, cuando los productos son especies silvestres en peligro de extinción, tutelarlos y favorecer su reproducción”, se lee en la introducción del libro El arca del gusto en México. Productos, saberes e historias del patrimonio gastronómico.
Por medio de las iniciativas de estos colectivos y del uso de los cocineros, productos como el arí tarahumara y el tlachique hidalguense pueden tener cabida en la gastronomía del futuro y plantearse desde una perspectiva innovadora como la mixología.
El valor cultural que se aporta a los productos lo determina la sociedad que los aprovecha. Visibilizar las cocinas tradicionales y cercanas al campo es una tarea clave para regresar el equilibrio a los ecosistemas y no olvidar los ingredientes en desaparición que lo componen.