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La bebida de los dioses, esa que resulta de fermentar el aguamiel que brota de las pencas del agave salmiana y que dio forma a la industria del pulque es un tesoro en peligro de extinción.
No solo porque pasó de moda y su consumo se sustituyó por la cerveza y los destilados de bajo precio; fueron una serie de factores sociales, económicos y políticos como el reparto agrario, la mala fama creada por la competencia y los impuestos a las bebidas alcohólicas los que hoy lo posicionan como parte del patrimonio gastronómico pero no como una bebida común en la vida de los mexicanos.
Desde los años cincuenta hasta su muerte en los años noventa, Manuel García Paredes entregaba sus barriles de pulque a una aduana que se aseguraba que cumpliera con la calidad suficiente como para entrar a la Ciudad de México y distribuirse en más de 20 pulquerías.
Sus tierras, ubicadas en los Llanos de Apan, estaban pintadas del verde ahumado de las pencas de los magueyales, los cuales sin falta se ordeñaban en la mañana y en la tarde.
Los seis tlachiqueros que trabajaban con él -personas dedicadas a extraer el aguamiel de los agaves- también se encargaban de cuidar cada planta: sembrar los hijuelos, esperar con paciencia los 10 años que tardan en madurar, capar los magueyes y prevenir las plagas.
Desde finales de la década de 1930 y hasta finales de los 80 hubieron peleas entre los pulqueros y el gobierno por la repartición agraria, por los impuestos a las bebidas alcohólicas y por los gastos que implicaban las reglamentaciones sanitarias pero la cosa era llevadera; daba casa, vestido y sustento a la familia de don Manuel y a las de sus empleados, así lo cuenta Manuel García Córdova, quien siguió con el trabajo de su padre.
Al paso de los años, poco a poco bajó su producción y las haciendas vecinas también lo sintieron. El pulque dejó de tener demanda; las condiciones de venta y comercialización eran cada vez más estrictas así que el margen de ganancia se redujo a su mínima expresión.
El precio fue a la baja y las dificultades a la alta; años después, a partir de la década de 1980, las mismas tierras pintadas de tonos verdes se convirtieron al dorado de las espigas de cebada para cerveza. Al hijo de Don Manuel no le quedó otro remedio que cambiar de giro y dejar de producir pulque, como le sucedió a la mayoría de los del negocio.
La industria dejó de existir aunque el pulque no: sobrevive en el tiempo aunque producido en pequeñas cantidades.
Los códices prehispánicos muestran que las culturas mesoamericanas adoraban a la diosa Mayahuel y la representaban con un maguey. Ella se consideraba dadora de vida y de un elixir sagrado: el pulque.
Con la Conquista y en aras de evangelizar con la idea de un solo Dios proveedor, el fermento de aguamiel se puso al alcance de todos, no sólo para las deidades y los sacerdotes. Mayahuel se desvaneció en la Virgen de los Remedios y el vino sustituyó al pulque como bebida sagrada.
Según las crónicas virreinales, las castas criollas y peninsulares nunca adoptaron al agua de las verdes matas como propia: era algo de mestizos y clases bajas. Esto, aunque marcaba una diferencia social importante, mantenía altos los números de producción.
Durante todo el periodo colonial y del México independiente, el pulque fue una bebida popular y muy solicitada por el groso de la población. El aguamiel incluso se utilizaba para destetar niños y como remedio ante muchas enfermedades.
A finales del siglo XIX y principios del XX sucedieron dos cosas importantes en la historia pulquera. La primera fue el ferrocarril, que facilitaba su distribución -desde el Estado de México, Puebla, Tlaxcala e Hidalgo principalmente- al resto del país. La segunda, menos venturosa, fue la aparición de la industria cervecera.
Entrado el siglo XX, México se reorganizó con base en los cambios políticos de los años 30 y una de las novedades era que ya no existía la propiedad privada en grandes extensiones de tierra para evitar la explotación social y el enriquecimiento ilícito. Esto presentó un primer reto para los ejidos: cultivar especies que fueran redituables a corto plazo sin la necesidad de grandes inversiones, por lo que los magueyes pulqueros dejaron de ser una opción y la cebada emergió en esas mismas regiones.
Alfredo Marcos es el jefe de un grupo de tlachiqueros que trabajan con magueyales en la región de Calpan, Puebla. Para ellos, extraer el aguamiel es una labor más bien artesanal pues la industria ha quedado en la historia y no hay mercado que justifique su actividad a gran escala.
Pese a lo barato que resulta producir pulque, el trabajo es arduo y la materia prima mal costeada y esto colabora con su extinción, afirma Marcos. Un litro se vende en veinte pesos, cantidad que no alcanza para cumplir con todos los gravámenes establecidos por el gobierno y mucho menos para obtener ganancias de ello.
Los Llanos de Apan, ese legendario paraíso pulquero donde don Manuel y otros cientos de agricultores sacaban el sustento de sus hogares, tenía cada vez más tonos dorados de espigas en lugar de matas verdes. Sin embargo, había quienes, como él y su hijo, seguían luchando hasta principios de los años noventa por mantener activa la producción a pesar de los altos costos de producción y comercialización.
La industria iba en picada y encima se sugirió limitar la entrada de mujeres a las pulquerías y elevar las pruebas de calidad del producto a niveles inalcanzables, al tiempo que la cerveza subía en la escala de apreciación; platica Manuel García Córdova, hijo de Don Manuel y ex pulquero de los Llanos de Apan.
La mercadotecnia influyó en términos de consumo: el estilo de vida americano hizo que el modelo de hombre contemporáneo desarrollara gustos por productos más globalizados como los destilados europeos y la cerveza.
Entonces, ese líquido con aromas herbales, sabores poco afinados y textura viscosa dejó de tener relación con un estereotipo de mexicano ciudadano del mundo y residente de las grandes urbes del país. En los años cincuenta se consumían alrededor de 4 litros per cápita anualmente; hacia 2017 el consumo bajó a solo 1.7 según el Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP).
Otra realidad, comenta García, es que los empresarios no supieron convertir esta bebida en un producto contemporáneo. Fue demasiado tarde cuando se pudo controlar la fermentación para embotellarlo y al final de cuentas no resultaba rentable a gran escala.
Y así, la bebida de los dioses comenzó a difuminarse y permanecer sólo como un recuerdo de los años dorados de la cultura. El pulque parecía haber llegado al punto de extinción.
En algunas comunidades rurales aún es posible encontrar pulque aunque en cantidades mínimas: el cultivo de su materia prima, el agave salmiana, es escaso y poco rentable.
Sin embargo, esta bebida se asoma a la cultura hipster que sale de lo popular para buscar en sus mismas raíces algo distinto. Fueron ellos y los pequeños productores quienes avivaron el tema y pusieron al agua de las verdes matas de nuevo en el radar entrada la década de los 2000.
El 2017 se registró como un año de reflorecimiento. Después de décadas de extinción aparente, se reportaron al Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) 217.7 millones de litros de pulque producidos en toda la extensión del país; sin embargo, esta cifra tiene poco que ver con el volumen de los años cincuenta.
Los nuevos empresarios han ideado muchas formas de traer de vuelta el consumo de pulque sin las características viscosas ni el intenso aroma a fermento y más bien resaltando otros elementos de valor. En Otumba, Estado de México, un grupo de jóvenes realiza una fermentación de sólo 24 horas a temperatura controlada y esto da como resultado una bebida fluida y de baja graduación alcohólica.
El turismo gastronómico también juega un papel importante; mediante este, se suma valor a los inmuebles dedicados a la industria del pulque y se abren al público para acercarlos a la tradición de beberlo, producirlo y honrarlo como parte del patrimonio cultural del país mas no como un producto de todos los días.
Pese a todos los esfuerzos, es difícil pensar que la industria del pulque repunte de nuevo, más bien tiende a la extinción. Ya no hay bebedores habituales de la bebida de los dioses, ahora son aficionados y curiosos quienes comparten con nostalgia y a sorbitos, lo que fue un estilo de vida en el siglo XX.