Nadie le dice que no a una sopita de hongos silvestres en plena temporada de lluvias: ese apapacho que reconforta y saca sonrisas con sus aromas a hierba y sabores terrosos. Recolectarlos no es fácil y muchas veces se desconoce todo el esfuerzo que conlleva.
Es imposible cuantificar las especies de hongos silvestres comestibles existentes en México, cada región juega con su clima para dar estos tesoros que aparecen una vez al año. En Morelos existen por lo menos cincuenta.
El chef Iván Quiróz de La Veladora, en Tepoztlán, nos dio luz en el tema de la recolección y nos llevó al cerro a enseñarnos lo que su tierra regala al mundo. Aprendió de sus padres y ellos de los suyos. Distinguir un hongo como comestible no es un saber científico, es empiria pura que se ha transmitido por generaciones desde los prehispánicos.
Emprendimos el camino desde Casa Fernanda, donde Iván empacó un sartén, algo de sal y pimienta, cebolla, ajo picado, un quesillo ahumado y una buena cantidad de tortillas. En su bolsa también iban un machete y otro cuchillo para lo que se ofreciera.
En camioneta llegamos a Ocotitlán, un pueblo que colinda con la sierra. Ahí comenzó una caminata a las 10 de la mañana que duró cinco horas hasta la cumbre y tomó otras dos para bajar.
El camino es una cuesta arriba cuyas piedras sirven de escalones para aligerar la caminata. Una de las maravillas de hacer senderismo gastronómico en temporada de lluvias es que todo está verde: en la sierra tepozteca los helechos brotan de todos lados, no hay manera de no amar el trayecto.
Emociona ver una que otra sombrilla de hongos que brotan de los troncos o aquellos similares a las setas que crecen en los árboles. Sin embargo, hay algo que el monte no puede evitar: la ley de Murphy. Nada de lo que se ve de fácil alcance se come.
La llegada al sitio donde hay más hongos toma aproximadamente tres horas en subida y hay que reconocerlo, no es actividad física menor. La enorme sorpresa es que tampoco es cualquier nimiedad encontrar los hongos silvestres pues los comestibles no están a la vista.
Para encontrarlos más fácilmente, Iván y sus hermanos -quienes conocen bien el monte y se encargaron de que nadie se perdiera- repartieron varas de algunos árboles con la intención de apoyar al caminar y también para escarbar pues resulta que los hongos silvestres comestibles están enterrados.
Y como era de esperarse, tampoco están ubicados cerca del sendero por el que se camina. Hay que meterse entre los árboles y, con cuidado de no pisar en falso ni resbalarse, comenzar a mover hojas caídas para ver si hay suerte.
El primero que apareció fue un yemita de aproximadamente cinco centímetros de diámetro. Se les llama así a los hongos cuya sombrilla es amarilla y redonda, simulando a un huevo. Nadie se atrevió a tocarlo por la duda de su autenticidad hasta que llegaron los expertos.
Eso sí, fotos en todas las posiciones tal como si fuera un artista de Hollywood. Iván llega y explica que nunca se deben arrancar, sino que se cortan del tallo con un machete o puñal.
Después de eso, con mucho cuidado da unos pequeños golpecitos en la sombrilla para liberar la espora que hará que crezcan más ejemplares como él.
Es importante dejar un poquito del tallo cortado y a su vez taparlo con tierra u hojas, esto con la intención de que en veinte o veinticinco días haya la ilusión de encontrar uno nuevo que creció ahí mismo.
Escarbar, cortar, limpiar, seguir. Esto se repite constantemente hasta que se llena la canasta de hongos.
No solo hay yemitas, hay más de catorce especies comestibles en la sierra tepozteca. Los más lucidores, los azules que se potencian al calor del sartén; los más ricos, los pambazos conocidos en la alcurnia también como porcini o boletus; los populares, las escobetas y los clavitos.
Después de cinco horas de subidas, resbalones y piquetes de mosco, la llegada al descanso era necesaria. Un mirador con vista a la sierra fue el sitio que eligió Iván para sacar el carbón, juntar varitas y poner su sartén al fuego.
Comer hongos y que queden ricos es tan sencillo como cocinarlos con un poco de cebolla, ajo y algo de sal. El elemento aromático lo dieron unas hierbas silvestres que recuerdan mucho al cilantro y el tiro de gracia fue el quesillo ahumado.
Aproximadamente dos kilos de hongos se fueron como agua después de que, ya listos, se pusieran en tortillas y hubieran tacos para todos.
De la misma manera, personas -que en su gran mayoría son mujeres- que emprenden diario esta labor venden los frutos de su esfuerzo a un precio bajísimo y encima ceden a los regateos.
Los hongos silvestres son un tesoro que hay que agradecer, pagar y entender para poderle dar su justo valor.