Una de las recetas más antiguas del mundo llegó a América con los españoles y hoy es un clásico de la cocina del sureste mexicano, Colombia, Perú y Paraguay. Al manjar blanco lo conocen por ser una natilla cremosa y especiada cuyos orígenes nacen en la Cataluña medieval.
Hoy en día se conoce bajo a ese nombre a un platillo cuya preparación es un punto medio entre la cajeta y la natilla. La leche se cocina con azúcar, vainilla, cítricos y canela con la intención de que el resultado final sea una crema espesa llena de sabor e historia.
Pero no siempre existió como lo que es. Por ahí de 1308 se escribió el primer recetario donde aparece y resulta que el manjar blanco era una crema de leche de almendras dulce espesa y pechuga de pollo, una combinación bastante rara si la pensamos con el paladar contemporáneo.
Pasaron 200 años y mientras tanto, el manjar blanco aparecía en las mesas más refinadas de las cortes europeas. Entre creatividades, incluso se comenzó a preparar con otro tipo de carnes.
La luz llegó en épocas de Cuaresma, cuando, limitados por la abstinencia cristiana, se descartaron los animales de la receta y trascendió a ser una especie de natilla que volvió locos a los catalanes y aragoneses.
A la historia pasó como uno de los antojitos predilectos de Sancho Panza, el fiel compañero de Don Quijote de la Mancha; traspasó fronteras mediante los recetarios que llegaban a la Nueva España para las cocinas coloniales.
No se asemeja en su preparación a la crema catalana ni al créme brûlée aunque su apariencia similar pueda ser engañosa. Los dos anteriores llevan huevo en su preparación y esta receta se trata solamente de espesar leche con fécua de maíz o arroz para hacer esa textura sedosa y de ensueño.
Recién desempacada del viejo continente, la receta del manjar blanco era, como todas las preparaciones de la época, un plato bastante barroco en el origen de los ingredientes y en su procedimiento.
En la receta original, la almendra, favorita de los árabes, se molía y hacía crema para después añadirle agua de rosas, un toque de azúcar y harina de arroz que le daba consistencia. Por cuestiones económicas, en la Nueva España se adaptó al paladar criollo y derivó en una especie de natilla aromatizada con canela y pieles de cítricos.
A Perú también llegó para quedarse y hay quienes afirman que es el antecesor del tradicional ají de gallina, una preparación que consiste en una crema espesa con sabores a ají amarillo bañando pechuga de pollo deshebrada y acompañada de papitas.
En México, Chiapas y Yucatán son los principales herederos de este postre medieval. A toda la preparación se le agregaron vainilla y pasitas para coronar; hasta hoy en día es un antojito común en las calles de Tapachula y en los restaurantes de Mérida. Eso sí, las almendras se descartaron aunque caben como una guarnición.