La bebida de los dioses, ese legendario elixir que brota de las pencas del agave salmiana y que dio forma a la industria del pulque hoy pareciera estar en el olvido.
No es que haya pasado de moda ni que su consumo se haya sustituido por algo mejor. Fueron una serie de factores económicos y políticos los que acabaron con los años de oro pulquero. Pero quizás, de forma muy silenciosa, renace de sus propias cenizas.
Todos los días de su vida, Manuel García Paredes visitaba la aduana del pulque para estar al tanto de su negocio.
Sus tierras, ubicadas en los Llanos de Apan, estaban pintadas de verde ahumado del color de las pencas de sus magueyales, los cuales sin falta se ordeñaban en la mañana y en la tarde por su equipo de tlachiqueros.
Por ahí de los años setenta el asunto era complicado pero daba casa, vestido y sustento a la familia de don Manuel.
Había peleas por la repartición agraria, por los impuestos a las bebidas alcohólicas y por las condiciones sanitarias; pero lo movían el arraigo y amor a la tierra y fueron esos los motivos por los que quiso que sus hijos también aprendieran y vivieran del negocio.
Poco a poco comenzó a bajar su producción y las haciendas vecinas también lo sintieron. El pulque dejó de tener demanda, las condiciones de venta y comercialización eran cada vez más estrictas.
El precio fue a la baja y las dificultades a la alta; años después, las mismas tierras que eran de tonos verdes se convirtieron al dorado de las espigas de cebada. Al hijo de Don Manuel no le quedó otro remedio que cambiar de giro y dejar de producir pulque, como le sucedió a la mayoría de los del negocio.
Pero ¿cuál es el origen de todo esto?
Las culturas prehispánicas adoraban a la diosa Mayahuel y la tenían en el pedestal como dadora de vida y de ese elixir que al fermentarse formó parte del imaginario colectivo de los mexicanos durante siglos.
Y entonces llegaron los españoles y en aras de evangelizar con la idea de un solo Dios proveedor, el pulque se puso al alcance de todos y no sólo para las deidades y los sacerdotes. Mayahuel se convirtió entonces en la Virgen de los Remedios y el vino en la bebida sagrada.
Algo que sí sucedió fue que las castas criollas y peninsulares nunca adoptaron al agua de las verdes matas como propia, era algo de mestizos y clases bajas; esto, aunque ninguneaba socialmente el consumo de pulque, mantenía altos los números de producción.
A finales del siglo XIX y principios del XX sucedieron dos cosas importantes en la historia pulquera. La primera fue el ferrocarril, que facilitaba su distribución -desde el Estado de México, Puebla, Tlaxcala e Hidalgo principalmente- al resto del país. La segunda, menos venturosa, fue la aparición de la industria cervecera.
Ese líquido con aromas herbales, sabores poco afinados y textura viscosa parecen no embonar del todo con el mexicano contemporáneo, ciudadano del mundo y residente de las grandes urbes del país hoy en día.
Resulta que al final sí creímos el cuento de que es una bebida para clases bajas cuando de ninguna manera debería ser así. Es acertado pensar que el pulque pudo haber evolucionado con la globalización y no lo hizo; sin embargo, no sólo fue culpa de los productores sino también de la competencia desleal.
Los rezagos de la guerra dejaron muchas interrogantes acerca de cómo funcionaba mejor la economía en tiempos de crisis en la segunda mitad del siglo XX.
Específicamente México se comenzaba a adaptar a los cambios políticos de los años 30 donde una de las novedades era que ya no existía la propiedad privada en grandes extensiones de tierra para evitar la explotación social y el enriquecimiento ilícito.
La reforma agraria tuvo varios matices y uno de ellos fue el daño que dejó a la industria del pulque.
Con modelos ejidales se volvió casi imposible la sobrevivencia de microempresarios agrícolas que mantuvieran la industria del pulque. A esto hay que sumarle que las regiones donde el suelo era para el agave salmiana curiosamente también son perfectas para cultivar cebada y con ella producir cerveza, su enemigo acérrimo y silencioso.
Pero sobrevivió cincuenta años más de decadencia. Los Llanos de Apan, ese legendario paraíso pulquero donde don Manuel y otros cientos de agricultores sacaban el sustento de sus hogares tenía cada vez más tonos dorados de espigas en lugar de matas verdes. Sin embargo, había quienes, como él y su hijo, seguían luchando por mantener activa la producción.
Pese a lo barato que resulta fermentar el aguamiel, el trabajo es arduo y la materia prima mal costeada. Los precios de un barril no alcanzan para cumplir con todos los gravámenes establecidos por el gobierno y mucho menos para obtener ganancias de ello.
En paralelo con el conflicto, las cervecerías comenzaban a despuntar y buscaban áreas de negocio a como diera lugar. Con una materia prima mucho más accesible y unos procesos de producción estandarizados que garantizaban la inocuidad del fermento, ganaron terreno.
Y hay algo de trampa en el asunto pues comenzaron a esparcirse rumores acerca de la poca higiene del pulque -como la famosa y falsa muñeca hecha con excremento para “dar sabor”- y a ponerse leyes innecesarias acerca del comercio y funcionamiento de las pulquerías.
El pulque iba en picada y encima se sugirió limitar la entrada de mujeres a las pulquerías y elevar las pruebas de calidad del producto a niveles inalcanzables, al tiempo que la cerveza subía en la escala de apreciación; platica Manuel García Córdova, ex pulquero de los Llanos de Apan.
Y así, la bebida de los dioses comenzó a difuminarse y permanecer sólo como un recuerdo de los años dorados de la cultura.
Pareciera que hoy el pulque se asoma a la cultura hipster que sale de lo popular para buscar en sus mismas raíces algo distinto. Fueron ellos y los pequeños productores quienes avivaron la llama de la industria y pusieron al agua de las verdes matas de nuevo en el radar.
2017 se registró como un año de reflorecimiento. Después de décadas de sombras, se reportaron al Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera (SIAP) 217.7 millones de litros de pulque producidos en toda la extensión del país.
Esto alcanza para 1.7 litros por cada mexicano al año que, para ser la bebida emblemática, es bastante escaso; sin embargo, al compararlo con el vino -cuyo consumo es de 750 militros per cápita al año– el escenario comienza a sonar más alentador para la industria del pulque.
Esta demanda también ayuda a fortalecer los eslabones de la cadena de producción y promete buscar una paga justa para todos aquellos involucrados.
No dejará de ser una bebida popular y folclórica, pero hoy tiene otro matiz y un mensaje nuevo: lo antiguo es valioso y se debe aprovechar.
Con respecto a la viscosidad y a los sabores extraños, los nuevos empresarios han ideado miles de formas de darle la vuelta. En Otumba, Estado de México, un grupo de jóvenes realiza una fermentación de sólo 24 horas a temperatura controlada donde no se agrega ningún aditivo que desarrolle la textura que a tantos desagrada.
En el Bajío también hay un colectivo de pulqueros que fermentan el aguamiel con fruta de modo que los curados tienen los sabores mucho más integrados.
El turismo gastronómico también juega un papel importante; mediante éste, se suma valor a los inmuebles dedicados a la industria del pulque y se abren al público para acercarlos al valor de esta bebida.
Se ha motivado a que se cocine con pulque, de que se aproveche en postres, salsas, dulces y un sinfín de productos que antes no existían. Efectivamente, la industria sigue viva y luchando para resurgir de las cenizas.