Es lunes a las 9 AM en la Ciudad de México, donde los oficinistas incansables, optimistas e inflexibles de la inmensa metrópoli —llamados peyorativamente como godínez— ya se encuentran vestidos de camisa y corbata en sus cubículos. Desde el amanecer, estos empleados toman un desayuno saludable y equilibrado; un jugo verde, por ejemplo, o un coctel de papaya fresca, rebanada y bañada en jugo de limón con chile en polvo.
Pero en la esquina de Tamaulipas y Alfonso Reyes, ubicada en la hipergentrificada Condesa, la escena parece ocurrir a una velocidad distinta. Un grupo de veinteañeros con ojos muertos se reúne alrededor de un puesto de comida, sus movimientos son lentos y su conversación amortiguada, mientras esperan su salvación matinal: las tortas de chilaquiles picantes, llenas de carbohidratos y que absorben el alcohol, preparadas por la mismísima Güera, Perla Cristina Flores Millan.
“Creo que todos están crudos”, admite Millan, con un tono afectuoso, mientras trabaja a toda velocidad para preparar el siguiente desayuno a la medida: un bolillo, su interior suave untado con frijoles refritos y una cucharada colmada de chilaquiles todavía humeantes en salsa roja o verde. Bautizada como La Güera por sus clientes como alusión a su piel clara, Millan es una rubia teñida de 36 años, cuyo atuendo laboral es un conjunto deportivo ceñido y tenis gruesos. Es evidente que le gusta jugar con sus clientes habituales, a quienes ha salvado de sus crudas durante los últimos diez años.
“Bromeamos”, explica Millan con una gran sonrisa en el rostro. “Si no puedes disfrutar tu trabajo, simplemente no saldrá bien. Tienes que hacer tu trabajo con amor “.
La devoción de Millan por la comida callejera corre en su sangre: su familia ha ocupado esta misma esquina desde hace 76 años, cuando su bisabuela paterna instaló un modesto puesto para vender tamales y atole caliente.
El modelo de negocio actual, transmitido a lo largo de cuatro generaciones, es un asunto familiar: Millan y su familia viven en el edificio de apartamentos que está sobre su esquina. Al igual que sus antepasados, La Güera mantiene un horario de trabajo agotador, se levanta a las 4 AM cada mañana para preparar cantidades masivas de chilaquiles rojos y verdes (ella prefiere la salsa verde, pero no revelará sus ingredientes; las recetas de su madre son “Un secreto familiar”, dice ella), terminando de cocinar a las 6:30 AM. A las siete, recogen bolillos frescos en grandes bolsas de una panadería local, y para las 8 AM, Millan está en su esquina esperando las inevitables hordas.
Hoy es lunes, por lo tanto el negocio está bastante tranquilo, pero Millan explica que los viernes, sábados y domingos —instala el puesto siete días a la semana, así llueva o truene— los enfiestados noctámbulos aparecen con toda su fuerza en busca de los poderes restauradores de sus tortas, a menudo alineándose a partir de las 6:30 AM y esperando pacientemente hasta dos horas. Disponibles con pollo desmenuzado, chuleta de pollo frito (milanesa) o cochinita pibil, las tortas, acompañadas con crema, queso fresco rallado y un puñado de cebollas en vinagre y habaneros, supuestamente ayudan a asentar el estómago y aumentan los niveles de energía después de una larga noche de consumo de alcohol. Y sólo cuestan 35 pesos.
Al igual que sus tortas, la carga de trabajo de Millan es todo menos ligera, pero por suerte su hermana Catalina, su padre Jesús y su madre, Rosario, siempre están dispuestos a ayudar. Rosario, ahora de 56 años, fue jefa del puesto hasta hace casi una década, cuando finalmente se hizo a un lado para dejar que Millan se encargara de la operación diaria del puesto. Rosario no sólo es la autora de las recetas; de hecho, ella también es la inventora de la torta de chilaquil. Porque, aunque la Ciudad de México no es ajena a la fórmula carbohidratos más carbohidratos —la enorme guajolota, servida con tamal, la venden casi todos los tamaleros de la ciudad como un desayuno barato y súper saciante— la torta que llegó al clímax con la Güera, no existía hasta hace algunas décadas, según ella.
Millan relata que al puesto de tamales familiar le fue bien una temporada, pero con el tiempo, tantos vendedores de tamales se establecieron cerca que la competencia se volvió demasiado rígida. Cuando Rosario se involucró en el negocio, ella sacudió las cosas al proponer una torta de chilaquiles, idea que a los lugareños, al principio, no les pareció muy agradable.
“¿Qué, chilaquiles en un bolillo?”, preguntaban los clientes, incrédulos, recuerda Millan. “Y les decíamos: ‘Pruébala. Si no te gusta, no tienes que pagar'”.
El resto, como dicen, es historia: la idea se regó como la pólvora, incluso surgieron algunos imitadores (pálidos) en los cafés de la ciudad. Ni siquiera en días lentos como el lunes o el martes, la Güera deja de pasar pilas y cubetas de ingredientes. Cuando los recursos están por agotarse, llama a un comando familiar en el apartamento de arriba: “¡Paula, baja un poco de queso!” Y alguien correrá por la puerta principal cargando una tina gigante. A veces, también, llegará un paquete de servilletas de papel bajando desde una ventana abierta.
El negocio de Millan está en auge —además de los que visitan su puesto, los clientes también ordenan el servicio de entrega a través de una aplicación llamada Rappi—, pero no revelará exactamente cuántas tortas vende a diario. Los narcos en la ciudad, explica, se han convertido en los últimos años en una presencia clásica de tipo mafia, demasiado ansiosos por extorsionar a los vendedores ambulantes más exitosos a cambio de “protección”. “Algunos días vendo muchas, otros más”, dice con un guiño. Pero todos los días vende.
¿Cómo podría no ser así? Parece que todos en la Condesa comen aquí, no sólo los que están crudeando. “Atendemos a artistas, políticos, profesionistas”, dice la Güera. “Desde las clases más altas a las más bajas. Y tratamos a todos igual”.