La Ciudad de México es una sitio garnachero. Hacia dónde uno voltee encontrara el puesto de gorditas, pambazos y quesadillas. No es para menos. Entre pobladores y la gente que viene de entrada por salida de otros estados a trabajar a la capital, sumamos casi 21 millones de personas. Por eso las opciones de comida callejera son incontables.
Recordemos que, como explicamos en una publicación anterior, la garnacha es toda comida callejera guisada generalmente con maíz, en comal y frita en aceite o manteca. Por esta razón es muy rápida su preparación y muy fácil de comer, sobre todo en las noches después de beber unos alcoholes y si uno quiere algo diferente a los tacos.
En los años 50, antes de la remodelación del mercado de comida de Garibaldi, una veracruzana comenzó a vender un antojito típico de su estado: la garnacha, esa tortilla embarrada de una salsa roja, copeteda con carne de res deshebrada y cebolla, todo freído en manteca. En la década de los 60, la mujer decidió volver a su tierra así que vendió su negocio. Enrique, uno de sus empleados, compró el local y como no tenía intenciones de cambiar el giro también pagó por la receta del platillo.
“Yo creo que el secreto de una buena garnacha es la salsa y el sazón”, me comenta Adriana, hija de don Enrique. “Ahorita que yo estoy trabajando, que no está mi papá, la gente se mete al local con sus reservas. Imagínate, no ven al señor que desde hace 50 años les hace las garnachas. Se preguntan si es lo mismo o ya vendió el negocio o qué pasó. Porque ya tiene la fama”.
Adriana mete la cuchara de peltre en un bote del que saca la blanca manteca del cerdo. En cuanto la pasta toca el comal caliente se deshace. Mientras la grasa se calienta hasta el hervor, la mujer embarra salsa en cuatro tortillas, y sobre cada una coloca carne de res deshebrada y una mezcla de papa con cebolla morada finamente picada. Después las desliza en el espacio cóncavo de la plancha para que se fría todo en la manteca. Luego de un minuto, Adriana voltea con una espátula la garnacha. El antojito no se desbarata; es la maestría heredada por su papá. El contenido también se fríe.
Cuando me da la orden de cuatro me advierte: “Se come con los dedos. No le vayas a hacer como otra persona que vino el otro día y quería un tenedor”. Para nada puedo ofender a una garnacha así. Es básico comer con la manos y chupar los dedos si en verdad gustó.
La salsa absorbida por la tortilla en el proceso de freído deja un gusto picoso en el paladar, de esos que estimulan las papilas y provocan comer más. La manteca potencia el sabor del maíz y la papa con cebolla ya mezclada con la carne de res. Es inevitable chupar los dedos y sonreír de gusto. Es uno de los secreto mejor guardados de Garibaldi.
“Güera de mi vida, ¿cómo estás?”, grita un chico con voz juguetona y grave. Es otro de los tantos fiesteros que nos divertimos algún fin de semana en los bares que rinden culto a la diversidad en la calle de Cuba, en el Centro Histórico. “Tú que no vienes y me abandonas”, contesta la mujer de unos 50 años de edad, sonriente, con expresión potente y sin dejar de cocinar una tortilla gruesa en la manteca. De inmediato grita: “¡Para quién es el sope!”
“Ella es la popular”, me dice Isela, la dueña de este puesto callejero afuera de la unidad habitacional marcada con el número 27, en el callejón Héroes del 57. Ella tampoco deja de transformar en la prensa las pequeñas bolas de masa de maíz en discos más abultados que una tortilla normal, para preparar los sopes, las quesadillas y los tacos. “Toda mi familia siempre se ha dedicado a la venta de comida. Tenemos otro lugar en el cruce de Colombia y Argentina. Y aquí ya llevamos 12 años”.
Luego que Isela cuece la tortilla en el comal, la pasa a la Güera que la sumerge en la manteca caliente hasta que queda frita. Agrega una cucharada de frijoles molidos, después un poco de salsa verde, lechuga y cebolla: el sope está listo. Doy la primer mordida y los sabores del maíz y la manteca juegan en mi paladar al igual que los frijoles. Aún así le falta algo. Sirvo un poco de salsa roja preparada con chile de árbol y cacahuate. El picante complementa al maíz y al frijol. Es la triada perfecta. Aunque quema la lengua, no es suficiente como para dejar de comer la garnacha.
Es un espectáculo ver cómo preparan las flautas en este local de la esquina de División del Norte y avenida Coyoacán, a unos pasos de la desaparecida Cervecería La Curva, la que inspiró a Alex Lora para que le escribiera una canción. Primero la cocinera arma el taco con unas tortillas ovaladas y largas, luego las mete a freír en el comal repleto de aceite. Con una espátula las aprieta un poco para que el calor no deshaga el enrollado. Poco a poco las flautas comienzan a dorarse y tomar forma. Una vez hechas, la mujer coloca dos, tres cuatro, las que pida el comensal en un plato hondo. Luego las bañan con un salsa que en su preparación incluye caldo de res, les embarran algo de crema, agregan cebolla picada y les espolvorean queso Cotija.
Comerlas tiene su chiste. Hay quien las toma enteras y las baña en cada bocado con la salsa, otros las parten a la mitad para que las flautas se remojen por completo en el líquido picante. Mi amiga Celia, por ejemplo, las corta en trozos pequeños y las ingiere como si se tratara de cereal con leche.
Y pensar que el local nació en 1963 como una rosticería. Al paso del tiempo introdujo antojitos mexicanos para compensar el bajo consumo de pollo rostizado que registraron cuando en los 90, tras la firma del Tratado de Libre Comercio, llegaron a la capital del país los establecimientos gringos de fast food. Si en ese momento alguien le hubiera dicho Laura, la dueña, que las flautas, la última garnacha que incluyó en su menú, sería lo que mantendría a flote su negoció, no lo hubiera creído.
Hoy hasta experimentan con el relleno. Hay de pollo, de carne, de pastor, de jamón con queso, de frijol. Combinarlas en un plato es redescubrir las posibilidades de esta garnacha.
El pequeño restaurante que atienden Maribel y su hija Cecilia es un éxito entre los mariachis de Garibaldi. O por lo menos es el puesto callejero preferido del vihuelista de un conjunto que cambió el sobrio traje negro de charro por el guinda, tal vez para verse diferentes aunque un poco descoloridos porque se destiñe más fácil.
Ahí esté el hombre, de pie, aplicando la técnica para comer las quesadillas fritas que prepara Maribel en su enorme comal de aluminio. Lleva el tronco hacia adelante, levanta la cara, con una mano sostiene el plato de plástico que eleva a la altura de su cabeza y con los dedos de la otra —a excepción del meñique que siempre va levantado como lo indica el protocolo inglés de la hora del te— toma la quesadilla de champiñones con queso aderezada con crema, lechuga, queso rayado y salsa verde. La inclinación de su espalda es fundamental pues así no caerá el líquido que resulta del picante color tomatillo y chile y la crema en su corbatín, en su traje de luces. Muerde el bocadillo crujiente. No puede ser más feliz.
Hace 20 años un matrimonio decidió paliar las consecuencias de la crisis económica instalando de jueves a domingo un puesto para vender quesadillas, tacos dorados, pambazos y gorditas en la acera norte del Eje Central, a un costado del Salón Tropicana, en Garibaldi. Y tan bien les ha ido que hace un año decidieron emplear a Maribel, su hija Cecilia y a su esposo David para que se hicieran cargo del negocio por completo. Así que David prepara los guisados —qué talento tiene para sazonar la tinga de pollo y los champiñones—, Cecilia las salsas —la roja es su especialidad— y Maribel las quesadillas, desde el amasado con masa de tortillería, harina de maíz y sal, hasta el freído en su pequeño estanque de aceite donde las garnachas burbujean como si estuvieran en plena fiesta de jacuzzi.
“¿Y por qué sus quesadillas parecen empanadas?”, le pregunto al ver que su antojito no va en una tortilla doblada, sino que la masa cruda envuelve el guisado antes de entrar a la grasa hirviente. Para agregar los complementos debe abrirla con un cuchillo. “Porque son quesadillas fritas y no son de Veracruz donde sí les llaman empanadas”, me responde con mirada de desconcierto. “Además no llevan harina de trigo”. Otro tema que discutirán aquellos que no aceptan a la quesadilla sin queso.
A Paty le enseñó a preparar los pambazos Lupita, su mamá. No solo eso; ella le mostró el arte de guisar alimentos. Paty a los cuatro años hizo su primer postre y de ahí comenzó a cocinar. Y aunque estudio turismo y trabajó en el Tribunal Superior de Justicia, decidió hace seis años dedicarle tiempo completo a su negocio de comida mexicana, que ya cuenta con 26 años en el número 15 de la calle de Magdalena Mixhuca, en el pueblo del mismo nombre.
Pero los pambazos de Paty salen de lo cotidiano. Además del tradicional colmado de papas con chorizo, ha introducido rellenos poco comunes en este antojito y hasta cortes de carne, por lo que muchos han agregado el calificativo de gourmet a su garnacha.
“Mi mamá siempre los vendió así, diferentes”, me cuenta Paty. “Empezó con los de chicharrón, picadillo, papa, cochinita, que fue hace más de 37 años. Cuando quisimos experimentar, para no estar igual que todos, probamos los de arrachera, T-Bone, Rib-eye, salmón, pierna, lomo, cochinita. Lo nuevo es el vegetariano, un pambazo con un hongo portobello relleno con queso o con atún. Exquisito”.
Para el pambazo de chicharrón prensado, primero la mujer sazona en la plancha la carne. Para que tenga un mejor sabor le agrega en la cocción un cucharón de su pozole que, cabe decir, ha ganado varios concursos. Una vez que rellena el pan y le baña en salsa, lo introduce en el aceite para que se fría. Después lo completa con lechuga y crema. Desde la primera mordida, este antojito llena a la boca de una fiesta de sabores.
Hace 50 años el papá de Hugo Alberto García instaló un puesto ambulante de tacos de guisado y café sobre Bucareli, para dar de comer en la madrugada a los voceadores que comenzaban su labor mucho antes que cantaran los gallos y anunciaran que pronto saldría el sol. Con el tiempo introdujo las tostadas, que dora en un comal rebosante de aceite, pues no toda le gente quería un tortilla suave para acompañar la tinga de pollo, el asado de carne o el bistec con queso,
Ahí llegaban empleados de los periódicos que armaban los diarios, los choferes de las camionetas que repartían las publicaciones y los periodistas que cubrían la fuente policiaca montados en una ambulancia rotulada con la clave R-11. “La migración de las noticias a internet acabó con ese ambiente”, me cuenta con cierta nostalgia Hugo al recordar esos días en que los trabajadores relacionados con la información y la impresión eran sus principales clientes.
Hoy los comensales que buscan sus tostadas y tacos son los empleados de hoteles y casinos cercanos, algunos periodistas de guardia, mariachis perdidos, borrachos de fin de semana y de ocasión y, en general, empleados nocturnos de las colonia Juárez y la avenida Reforma.
A simple vista las tostadas no causan ninguna expectativa, por eso son una gran sorpresa para cualquier devorador de garnachas. El queso que desmorona sobre las de tinga de pollo les dan un toque cremoso, pero nada se compara con la tostada de chile relleno. Como si de un taco se tratara sirve una base de arroz y luego corta en varios pedazos el chile capeado que guarda en su interior queso panela. Para nada es picoso y eso es una gran ventaja porque así uno puede probar la variedad de salsas con las que cuenta, sobre todo la macha con ajo. Para completar el munchies, un café de banqueta. Queda uno listo para la siguiente borrachera.
Cuando uno sale del metro Sevilla por el andén que se dirige hacia la estación Pantitlán, un aroma a manteca y masa frita lo llama. Es inevitable. Son pocos los que no se detienen a comer una de estas gorditas y lo más probable es que sea por prisa y no por antojo.
Y es que las que preparan en este local tienen el tamaño de la palma de la mano, la medida precisa para probar más de una de los diferentes rellenos con que las que las elaboran: carne al pastor, chicharrón, suadero, carnitas, jamón con queso, requesón, tinga de pollo, papas con chorizo y más.
Sin embargo, las especiales son la verdadera innovación, un aporte a la garnachería mexicana. La combinación de carnes y otros ingredientes hacen que este antojito fusione dos comidas de calle: el taco y la gordita. La azteca por ejemplo, es de chicharrón prensado que luego de ser abierta le agregan carne al pastor con queso y piña. Por supuesto va su jardincito de cilantro y cebolla. O la chilanga, que también es de chicharrón y se le añade suadero y pastor. Hasta hay una hawaiana con jamón, queso y piña.
Lo que completa el sabor de las gorditas son las salsas, presentadas en enormes molcajetes. Sobre todo la de chile morita, que es tan buena que a muchos nos revive durante la cruda. Otra es de habanero y no falta la clásica verde.
Nada como comenzar temprano la fiesta y comer algo mantecosa y sustancioso para llegar a casa con la sensación de no estar tan borracho.
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