Lo que muchos no saben de este clásico de la CDMX es que, más allá del bonito souvenir de su techo, sus paredes y barra hospedan infinidad de historias.
Sentada frente a mi primer plato de caracoles panteoneros y con un caballito de tequila en la mano, veo a cinco asiáticas tomarse una selfie con un agujero enmarcado en el techo.
“La cantina La Ópera es una de las más importantes y antiguas de la Ciudad de México”, les dice el guía turístico mientras ellas se fotografían. “Este lugar es famoso porque el caudillo revolucionario Pancho Villa tiró un balazo al aire justo ahí”, explica en un inglés difícil.
Alrededor, la gente parece ya conocer la leyenda. O, al menos, no ponen tanta atención en ella, como en sus copas y cubiertos.
Es un martes común y corriente a mediodía. A diferencia de los abarrotados fines de semana, caminar hacia el baño, ordenar algo de la carta, acercarse a la barra por un whisky o hasta retratarse con la popular huella de Villa, siguen siendo actividades realizables.
En lo que llegan hasta mi mesa el pulpo a la gallega y la lengua a la veracruzana que pedí —a sugerencia de mi mesero— me doy una vuelta por el sitio.
La estancia principal y una estrecha ala contigua reciben a todos con un catálogo de más de 140 años de vivencias. De acuerdo con viejos recortes de periódicos y revistas colgados en las paredes (que aún conservan el papel tapiz de sus tiempos de gloria durante el Porfiriato mexicano, entre 1876 y 1911), la cantina empezó siendo un bar, propiedad de un par de hermanas francesas apellidadas Boulangeot, donde ahora está la Torre Latinoamericana. Junto estaba el Teatro de la Ciudad, sitio en que normalmente presentaban funciones de ópera. De ahí el nombre.
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Luego, por razones que no se saben con exactitud, a principios de 1990 el bar llegó a donde está ahora, en el cruce de la neurálgica Avenida 5 de mayo y Filomeno Mata. Antes, el sitio estaba ocupado por una tienda de alta repostería.
Pronto, las fuentes de biscuits horneados fueron reemplazadas por una larga y fina barra de madera (traída de Nueva Orleans). Tienen mesas, candiles y asientos forrados con terciopelo rojo. Fue así como La Ópera empezó a escribir una nueva historia.
Fotos amarillentas y algunos cuadros dan cuenta de cómo, desde 1876, todos los personajes famosos y seres mortales, de cualquier extracción económica y social, han tomado asiento en sus mesas. Desde Porfirio Díaz y su esposa Carmelita Romero Rubio, en sus tiempos de clientes de alta alcurnia; hasta los armados Emiliano Zapata y Pancho Villa, cuando la llegada de la Revolución a la capital mexicana le diera el inconfundible aire de cantina botanera al lugar.
El pasaje del balazo de Villa es un tesoro mil veces contado. El mesero me repite, un poco en automático, que el caudillo estaba sobrio, en medio de una muchedumbre de gritones, y que para llamar su atención lanzó la bala al aire. No hubo ni una cerveza de por medio. Villa era abstemio. Ahora es bien sabido que en realidad era amante de las malteadas de fresa.
Una nota del periódico El Nacional, de agosto del 1989, colgada cerca de un extintor, dice:
“Vino la Revolución, los de abajo hicieron sentir su poder y entraron a caballo a la cantina. Pancho Villa, por el gusto, disparó su pistola y un tiro se incrustó en el techo.”
Según algunos testimonios en video que quedaron para la posteridad, estos interiores también fueron escenario de películas como Los de abajo (1939), La cucaracha y La Generala (con María Félix, de 1959 y 1970, respectivamente) y, más recientemente, de Arráncame la vida (2008).
Luego de un breve recorrido llega mi comida. Moisés, uno de los administradores del negocio, me dice que desde hace 30 años los dueños decidieron bajarle un poco la intensidad al estigma de la borrachera que se cierne sobre el lugar, y lo volvieron “restaurante-bar familiar”.
Dado el historial alcohólico de este recinto, de primera instancia resulta un poco difícil creer en dicha tarjeta de presentación. Pero es real. Desde que llegué he visto entrar hombres con sus nietos, quienes reciben el tour oficial (con su parada obligada en el lugar del balazo) y luego se sientan a tomar una limonada, mientras el abuelo prosigue con sus memorias de juventud.
Moisés cuenta que, aunque todos sus clientes siguen llamándola “cantina”, el giro que decidieron darle ha cambiado hasta el esquema de su cocina.
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Antes ofrecían la tradicional botana incluida en el costo de las cervezas, tragos blancos y cocteles clasiquísimos (que aún venden). Hoy tienen una carta bien estructurada, en la que lo mismo se encuentran:
A pesar de que el chamorro, la mojarra al ajillo y hasta los chiles en nogada tienen buen nombre en La Ópera, Moisés asegura que elegí bien: los caracoles en salsa de chipotle, el pulpo y la lengua a la veracruzana son las especialidades de la casa. Y la compañía líquida también; nada como una chela helada y un tequila para entrar en sintonía.
No es por pocas razones que:
hayan contado este lugar entre sus infaltables del Centro, y sus consentidos para echarse unos tragos.
“De hecho, el pintor Fernando Botero hizo su fiesta de ochenta años aquí. Un día, en el marco de la exposición de su obra en Bellas Artes (en abril del 2012), vino solito a hacer su reserva”, dice Moisés.
Más grupos de turistas, y de comensales que pierden la pena, siguen orbitando alrededor del agujero en el techo que, por cierto, está justamente arriba de mi mesa. No obstante, aún con un par de tequilas y una chela en la sangre, me doy cuenta que La Ópera es mucho más que un legendario balazo. Este lugar atesora más historias que botellas en su antiquísima barra.
Y eso es mucho decir.
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