La historia del chicle, tal como lo conocemos hoy, empieza con el expresidente de México Antonio López de Santa Anna. Cuando este señor dejó de ser presidente se fue a vivir a los Estados Unidos, donde conoció al fotógrafo e inventor Thomas Adams y le contó una idea que se le había ocurrido: aprovechar la resina del árbol llamado chicozapote, originario de Yucatán.
La resina es una sustancia pegajosa que sale del interior de algunas plantas. Santa Anna quería usarla para fabricar y vender juguetes, llantas, máscaras y botas, pero nunca obtuvo buenos resultados y creyendo que iba a fracasar, ya no quiso seguir con el experimento.
Los mayas extraían la resina del chicozapote, la cual ponían al sol para que se secara y cuando ya estaba chiclosa la masticaban para limpiar sus dientes.
Thomas Adams siguió experimentando con la resina de chicozapote, le agregó otros ingredientes, como parafina y saborizantes, y logró crear una golosina deliciosa que se podía masticar, pero no tragar. Los primeros chicles se vendieron en cajas de colores y la marca se llamó Adams New York No. 1.
Poco a poco los chicles Adams fueron mejorando. En 1871 el señor Adams y su socio John Baker Curtis empezaron a vender los Chiclets, que fueron los primeros con los que podías hacer bombas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soldados llevaron los chicles a Europa y así se conocieron en todo el mundo.
En nuestros tiempos, el chicle ya no se fabrica con la resina del chicozapote, sino con materiales sintéticos a los que se agregan sustancias que les dan sabor, color y dulzura. Los puedes encontrar en tabletas, en barra, con o sin azúcar; chicles de bola que se deslizan hacia nuestras manos desde una máquina redonda y transparente; chicles picantes, con relleno y sin relleno, que refrescan el aliento, de sabor suave o intenso y por supuesto, de todos los colores.