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Sabor de dulce, lágrimas de chile

Por Mayra Zepeda

He visto llorar y sufrir a todos mis compatriotas y ver cómo, con lágrimas en los ojos, siguen comiendo hasta terminarse su menjurje enchilado: una combinación de algo dulce con mucha salsa y polvos picosos. Sólo los mexicanos —y no todos, yo incluido— pueden soportar ese terrible calor que inunda el cuerpo, el lagrimeo y el ardor que se siente al comer algo que pica, y no sólo soportarlo, sino disfrutarlo.

El chile[1] es una parte vital de este país, porque para vivir hay que comer, y la gente se lo pone a todo lo que come: sopes ahogados en salsa verde, roja o de cacahuate; caldos con guajillo, chile verde o de árbol, picados con cebolla y cilantro; guisados con morita, habanero o cuaresmeño; hasta existe un dulce hecho con chile poblano cristalizado relleno de coco. Además, el picante es el acompañante perfecto para cualquier tipo de comida: la italiana o la rusa se pueden ver«ultrajadas» por un mexicano con una latita de chiles o con un chile verde bien crujiente.

El «placer» del chile se puede disfrutar de varias maneras. Una es la mezcla del azúcar y el chile, todo revuelto, que se puede encontrar en los miguelitos, en los platanitos y en cualquier golosina que se vea en una tiendita; también tenemos los cacahuates japoneses con salsa, el jarrito de barro escarchado con chile en polvo lleno de refresco de toronja con limón y sal, que hace la experiencia aún más picosa, por el efecto del gas; los martinis de tamarindo, vodka y limón con chile en la orilla de la copa o los cocteles que tienen tequila, chile en polvo, salsa Tabasco y quién sabe cuántos ingredientes más; incluso tenemos los raspados y nieves con chile, que, con el frío, vuelven menos sensible la lengua.

Lo que nos recrea de esta amalgama de sabores es que reaccionamos a varios estímulos, ya que las papilas gustativas están divididas en pequeñas secciones que distinguen el dulzor, lo amargo, lo salado y lo ácido.

Sin embargo, la más común y exquisita forma de disfrutarlo es cuando se cubre algo azucarado con los chiles más picosos; esto se puede interpretar como«llegar a la recompensa», ya que, después de pasarnos chupando una paleta envuelta en polvos o una fruta cubierta, se llega a lo dulce, luego de haber agotado la lengua con esos sabores ácidos y amargos, lo que hace que el azúcar se sienta más suave, causando un placer distinto que relaja al cuerpo. Yo he sido tan tramposo, que dejo mis paletas ahogarse en vasos de agua para quitarle el chile, porque el dulce es tan rico y yo tan cobarde…

El dulce con chile es una mezcla extraña y antigua; de hecho, los aztecas se lo añadían a su chocolate[2] y hoy sigue estando por todos lados, desde un carrito de frutas, donde se pide mango, coco o manzana con salsa Búfalo y mucho chile piquín; hasta en un puesto de la calle, donde una señora sentada en el suelo vende veroelotes, pelones, chilím, picosín, rocaletas, chamoyadas, etcétera. Esta combinación se ha vuelto una adicción y no hay mexicano —sobre todo joven— al que no le satisfaga e invente su propia receta: una tutsi pop con chile piquín, una paleta helada de limón con burbusoda o Valentina, y mil más.

El chile debe su pungencia —picor— a la capsaicina, un alcaloide que activa terminaciones nerviosas en la lengua—que son las mismas que responden al dolor. Estos nociceptores transmiten información al cerebro y a la médula espinal, haciendo que responda y libere endorfinas —un químico de la familia de los opioids endógenos, que produce efectos similares a los del opio— para neutralizar el dolor. Esta liberación provoca una sensación de placer al cuerpo y hace que las personas desarrollen poco a poco mayor tolerancia a esta sensación; al mexicano le gusta experimentar el dolor que le provoca el chile, pero al mismo tiempo lo alivia con el azúcar y las endorfinas del cuerpo, por eso el deleite de la fruta con chile o las paletas agridulces. Ése es el gran placer: estimular al cuerpo sin hacerle daño.

Por otra parte, cuando se comen estas «exquisiteces» la reacción no sólo es interna —hablando de nervios, vísceras y sustancias que no vemos—, sino también externa: lagrimeos, fluidos nasales o balbuceos. Es muy característico el soplido que se hace al enchilarse y el abrir y cerrar de la boca, mientras entra aire para calmar el calor producido por el picor. Pero no importa que la lengua ya ni se sienta, se sigue y se sigue entre exclamaciones como: «¡Ahora sí me picó!», «Creo que me pasé de chile», «¡No manches, esto sí pica!», «¿Qué onda con este chile?».

La capsaicina es buena, porque estimula las membranas mucosas de la boca y del estómago, incrementa la salivación y la perístasis, abre el apetito y ayuda a tragar los alimentos secos e insípidos. Pero, por otro lado, provoca un reflejo nervioso que puede causar atragantamiento y hasta vómito. A pesar de todo esto, al ver que se lo comen con tanto gusto, hasta se me antoja y se me hace agua la boca con esos manjares que solo tienen permitidos quienes aguantan el chile.

El problema es que si me atrevo a comer estas mezclas, me siento como extranjero, casi me ahogo, me pongo rojo y me lloran los ojos, sudo, al mismo tiempo que las mucosidades nasales se me aflojan; toso y me siento al borde de la muerte, sin aire y sin fuerzas. Ni con agua se alivia el ardor interno y el mareo que continúa después de varios minutos.

No cabe duda de que los mexicanos sienten de manera inconsciente un placer casi lúdico al experimentar todas estas sensaciones y cambios en su cuerpo, que los ponen al límite y en riesgo sólo por unos momentos y sin daño permanente. Es más, podríamos decir que el chile con dulce incita a la vida por medio del placer, porque se vuelve más rico a través del dolor. Y sólo el mexicano tiene ese valor, porque el que es mexicano, «donde quiera pica».

[1]v. Algarabía 6, 2002, IDEAS: «El chile: muymexicano». pp. 24-29.

[2]v. Algarabía 19, mayo-junio 2005, GASTRÓFILO: «El chocolate». pp. 15-18.