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¿Por qué odiamos las verduras si son tan saludables?

Por Mariana Toledano

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El asco y las ganas de vomitar que nos generan algunos venenos o vapores mefíticos es el mecanismo que tiene nuestro organismo para sobrevivir. Sin embargo, las verduras se han revelado como esenciales para una alimentación saludable y también suelen repugnarnos.

La psicología evolutiva responde a esta pregunta de una forma bastante simple: nuestros antepasados que prefirieron los alimentos grasos y azucarados, es decir, con mayor aporte calórico, fueron lo que sobrevivieron en un contexto de escasez. Los que preferían alimentos sanos como las verduras no dispusieron de suficiente energía para sobrevivir. En consecuencia, sólo se perpetuaron los genes de los primeros, muy útiles en un mundo en el que era difícil acceder al alimento, pero que actualmente son un problema si disponemos de un supermercado a la vuelta de la esquina.

Dadas estas circunstancias, ¿qué podemos hacer para cambiarlas? ¿Estamos condenados a disfrutar solamente de alimentos dañinos si se ingieren en exceso? ¿No podemos reprogramanos para evitar venenos que saben tan bien y estimulan nuestras papilas gustativas como si sonara la campana de Pavlov?

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Cada vez menos verdura

Anualmente, el tabaco es la responsable del 6,3% de todas las muertes a escala mundial, según estadísticas del año 2010. La contaminación del aire causa el 4,3%. Sin embargo, la mala dieta y la escasa actividad física es la causa del 10% de todas las muertes. Y las cosas van a peor, pues dos tercios de la población de los países más ricos sufren sobrepeso u obesidad.

Frente a estas cifras apocalípticas deberíamos fijarnos en quienes no han sucumbido a los alimentos dulces, salados y grasos y averiguar cómo lo han conseguido.

Podríamos argumentar que la gente que come mal lo hace por falta de información, pero esa no parece una idea plausible habida cuenta de que cada vez hay más información acerca de cómo llevar una alimentación saludable, pero los hábitos nocivos se mantienen e incluso se incrementan. Por ejemplo, en Estados Unidos, entre 1976 y 1991, los gramos de grasa que la gente consumía de media se han mantenido igual.

Por si fuera poco, desde los años 70 el consumo de calorías procedentes de verduras ha descendido un 3% en Estados Unidos, un descenso mucho más preocupante de lo que parece si tenemos en cuenta que la verdura tiene muy pocas calorías comparada con otros alimentos. En otras palabras: hay más información que nunca y también hay más variedad de verduras que nunca, pero se consume menos.

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¿Por qué no comemos mejor?

Se suele aducir que las personas que no tienen fuerza de voluntad suficiente son las que terminan comiendo más y peor y, en consecuencia, alcanzando el sobrepeso y la obesidad. Sin embargo, las cosas no parecen tan sencillas, tal y como explica ampliamente la expertaBee Wilson en su libro El primer bocado:

Los bomberos estadounidenses, que no son gente caracterizada por su falta de valentía o de agilidad mental, tienen índices de obesidad y sobrepeso (en torno al 70 por ciento) más altos que la población general

También hay determinación genética en cómo percibimos los sabores y en cómo nos enganchamos a ellos. Por ejemplo, algunas personas son particularmente más sensibles a algunos sabores, como el amargor, mientras que otros no los perciben en tanta intensidad. También de los genes depende nuestro apetito, la velocidad a la que comemos y la cantidad de disfrute que generamos al hacerlo. Incluso una alimentación insuficiente de nuestra madre cuando nosotros estuvimos en el feto nos inclinara a ganar peso con más facilidad, como supone la hipótesis del fenotipo ahorrador del bioquímico C. Nicholas Hales. También el peso corporal parece altamente hereditario.

Es decir, que no todo se reduce a comer menos o moverse más y a hacerlo bajo una férrea disciplina. Comer es un comportamiento también aprendido, además de genético, y hay personas que adquiere los buenos hábitos desde pequeños, y otras no.

También hay teorías opuestas sobre hasta qué punto el aprendizaje alimentario está mediado por los genes, hormonas y neurotransmisores concretos. Sin embargo, la idea fundamental de que los hábitos alimentarios humanos son un comportamiento aprendido no es objeto de debate científico

Comer, pues, tiene que ver con nuestro deseo ancestral de acaparar muchas calorías para sobrevivir a las épocas de escasez, pero también tiene un gran componente social, tanto en lo que nos enseñan como en lo que vemos en los demás. Por ejemplo, se estima que al cumplir 18 años hemos tenido 33.000 experiencias de aprendizaje alrededor de la comida.

Los padres parece que hacen oídos sordos a las bondades de la fruta y la verdura para sus hijos, o sencillamente se pliegan a sus exigencias, pues es habitual que muchos bebés no coman nada de fruta ni verdura, lo que solo en Estados Unidos da lugar a 2,5 millones de visitas al médico a causa del estreñimiento.

Cuando tu entorno favorece que comas de forma poco saludable y tu organismo parece, además, programado para ello, comer saludablemente es una batalla diaria. Es lo que se llama preferencia de segundo orden: como zanahorias porque sé que son mejores para mí, no porque las prefiera a unas patatas al horno. Mantener esta fuerza de voluntad inquebrantable desgasta tanto a nuestra mente que incluso nos hace ser menos competentes completando un rompecabezas complicado o cualquier otra prueba de rendimiento intelectual, como sugieren los experimentos de 1998 del psicólogo socialRoy Baumeister.

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Reaprendiendo

No todo está perdido si preferimos galletas a coles de bruselas. Podemos reaprender, como señala el psicólogo conductista E. P. Köster al señalar que los hábitos alimentarios «prácticamente solo se pueden cambiar a través de la experiencia, reaprendiéndolos».

Para ello, no se trata de usar la razón continuamente, sino de tener otras experiencias alimentarias, una especie de recondicionamiento, comida tras comida. Un buen acicate sería un contexto más favorecedor, como evitar que haya puntos de venta de comida rápida en las calles adyacentes de las escuelas, pero esa esperanza es un tanto vacua en el mundo actual, de modo que hemos de optar por cambiar los hábitos. Algo tan sencillo y a la vez tan complicado, como señala Bee Wilson:

Sin embargo, hay algunos aspectos generales de alimentación que pueden tenerse en cuenta y adaptarse después a las pasiones y necesidades de cada cual. Hay tres grandes directrices que a todos nos beneficiaría incorporar: seguir un patrón de horas de comida; atender a nuestras señales internas de hambre y saciedad en lugar de dejarnos llevar por señales externas como el tamaño de las raciones; y abrirnos a probar una variedad de alimentos. Estas tres diretrices se pueden enseñar a los niños, lo que indica que los adultos también las pueden aprender

Abordar mayor cultura gastronómica, por ejemplo, nos permite saciar nuestra ansia de dulce de modos más saludables. Dulce puede ser una chuchería o una mazorca de maíz impregnada de mantequilla. Pero también puede ser un plato de mozzarella fresca. O hinojo fresco cocinado a fuego lento hasta que se dore.

No se trata de aspirar a la delgadez: según el experto Robert Lustig, el 40% de quienes tienen un peso normal sufren las mismas disfunciones metabólicas vinculadas a la obesidad, como diabetes, hipertensión, problemas lipídicos, enfermedades cardiovasculares, cáncer o demencia, y un 20% de las personas obesas no sufren estas disfunciones.

De modo que no hay que comer pocas calorías para desfilar por una pasarela de moda sino dosificar los caprichos (que además sabrán mejor de esta manera), rechazar comer fuera de horas, comer lento, detenerse cuando te sientas lleno y, finalmente, introducir fruta y verdura en la dieta de la forma más atractiva posible. Después de todo, comer 7 piezas de fruta y verdura al día reducen un 42% el riesgo de muerte.