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Adiós a algunos puestos de comida callejera en la Ciudad de México

Por Mariana Toledano

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En abril del 2016 ocurrió un operativo para retirar a 203 puestos ambulantes —la mitad eran puestos de comida— en el cruce de Nuevo León e Insurgentes, en la colonia Condesa (la zona está llena de flores, como un gesto melancólico por la muerte de algo).

Fue encabezado por el director general jurídico y de gobierno de la delegación Cuauhtémoc, Pedro Pablo de Antuñano, quien anunció que continuará con los operativos para quitar a más puestos callejeros en otros 11 puntos de la ciudad, por órdenes del Jefe Delegacional, Ricardo Monreal.

Uno de esos puntos será la calle de Jalapa, en la colonia Roma, que se someterá a remodelación muy pronto.

Si ocurre, será muy triste despedirse de Carmen y su puesto garnachero.

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Los antojitos que ella vende son diferentes a los miles —e incontables—que hay en la ciudad. La masa azul que palmea para hacer una tortilla viene de una parcela en la que siembra maíz criollo azul, en el municipio de Xalatlaco, Estado de México.

Cada dos días ella y Édgar, su marido, de 21 y 22 años, preparan el nixtamal que él lleva por las madrugadas al molino mientras ella termina los guisados para la venta. A las 5:30 de la mañana parten rumbo al terminal poniente de la ciudad de México y las 7:30 ya están instalando su puesto callejero de antojitos en la esquina de Puebla y Jalapa, a una cuadra del metro Insurgentes.

Ellos, sin saberlo, forman parte del conjunto de cocineros que con su quehacer cotidiano mantienen la producción de maíz criollo en México —que se resiste a desaparecer ante el transgénico—, porque saben que es ese grano el que les da la masa ideal para trabajar y el que valora el “garnachero” conocedor, quien en cada consumo, quizá también sin saberlo, está dando la batalla a favor del maíz en México.

Alguna vez les pregunté si habían escuchado sobre el maíz transgénico y no lo saben sobre él, solo de algunas oídas que les hacen sospechar que no es bueno, ni de la calidad del que manejan.

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A las dos de la tarde, uno a uno comienzan a llegar los oficinistas al puesto. Las manos delgadas de Carmen, de cuerpo menudito y mirada infantil, ya tienen la habilidad para atender los pedidos conforme van llegando, pero yo aún recuerdo su cara de susto hace un año, cuando la pareja se aventuró a vender sola por primera vez.

Aquella ocasión esa mujercita me preparó un tlacoyo de frijol y uno de requesón. Contraria a las señoras expertas en el arte del palmear la masa, Carmen tomó con extremo cuidado el tlacoyo crudo entre sus manos y con sus dedos remató la forma ovalada, pacientemente; pareció no importarle tener en espera dos pedidos más, ella se tomó su tiempo para hacer un tlacoyo perfecto.

Regresé varias otras veces al puesto y la imagen fue la misma: se le acumulaba la gente, le hacían pedidos uno tras otro, y Carmen los preparaba lento, con mucho cuidado, conforme los recordaba. Tras los reclamos, sólo le quedaba ofrecer disculpas: “Ya va a salir, nomás que se cosa, ya va a salir”. Yo, comiendo frente a ella y sintiendo presión ajena, no podía entender cómo en medio de todo se fijaba en los detalles. “¿Poca salsa o mucha?… ¿o más o menos?”; “¿quiere que le pique tantita cebolla?”; “¿así o más dorado su sope?”.

La actitud de Carmen llamó mi atención. Hay interés por su comensal y no tiene urgencia de hacer la comida por vender, sino por ofrecer lo bien hecho. Entonces valoré su servicio y asumí que los garnacheros de esta ciudad merecemos antojitos de calidad, algo que no siempre encontramos y que definitivamente no queremos que desaparezca.

Una tarde no llevó la salsa roja de siempre y con confianza me confesó: “Híjole, a ver si no te pica mucho la salsa, es que ahora tuve que hacerla de árbol, porque se me acabó el serrano”. O como cuando le pedí por primera vez una gordita de chicharrón: “Pero es de moronita, ¿no importa?”, me preguntó tímida para explicarme después que el chicharrón lo trae de su pueblo porque no le gusta el que venden en la ciudad. “Ese rojo es muy feo, está como chicloso, es más barato, pero luego hasta dudo que sea chicharrón”.

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Carmen es una de las cientos de mujeres mexiquenses que a diario se trasladan a la ciudad de México para trabajar en sus negocios informales, una industria que está creciendo ahora más que nunca.

La tradición dicta que el conocimiento del oficio se transmite a la siguiente generación de madres a hijas, pero en el caso de Carmen todo comenzó en la infancia con su abuela, cuando solía ayudarle en el puesto a vender gorditas de papa y tlaxcales (triángulos de maíz cacahuazintle con lechera, mantequilla y azúcar) en Tenango del Valle. Por su madre no continuó con la tradición, pero sí por su suegra, quien finalmente le enseñó lo que ahora mantiene a su familia.

Padres de un niño de cuatro años, Édgar decidió dejar su trabajo como taxista y Carmen su trabajo en un puesto de barbacoa para aprender sobre la comida del maíz y vivir de ello. Así, ambos aprendieron a identificar el momento exacto en que el nixtamal debe dejar la cocción; la cantidad precisa de cal para que la masa no se haga dura; cuando las piedras del molino están lijadas porque la masa sale muy “lisita”; y cuando el amasado es suficiente para comenzar a echar la tortilla.

Este primer aniversario, los antojitos de Carmen son de los alimentos más solicitados en la esquina de Puebla y Jalapa, una zona llena de oficinistas que necesitan resolver el tema de comer bien por pocos pesos. Carmen comparte espacio con los tacos de bistec, las carnitas y los tacos de guisado, puestos callejeros que ahora peligran tras la posibilidad de que “limpien” la zona de ambulantes por la remodelación de la calle Jalapa, una de las salidas del metro Insurgentes.

Ahora sus clientes se preocupan por ella, quienes ya la tutean y suelen pedirle lo de siempre: “su quesadilla de tinga de res con nopales”, “su pambazo de chicharrón con hongos y queso”, “su quesadilla embarrada de haba, champiñones, huitlacoche y nopales”, le preguntan qué pasará. Ni Carmen ni Édgar lo saben. “Es nuestro trabajo, aquí ya nos conocen”, responden. “No sabemos qué hacer”.

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Según Ricardo Monreal, el ambulantaje “provoca inseguridad para los peatones, faltas de sanidad y accidentes”, por lo que es necesario acabar con él —al menos en su delegación, Cuauhtémoc—; pero la comida callejera es una industria sólida. De hecho, de acuerdo a un estudio de la consultora internacional Euromonitor, se estima que la industria de la comida callejera generará alrededor de 11 millones de dólares en 2017; lo que la convertirá en el segundo nicho más importante en la industria de alimentos después de los establecimientos full service (como Vip’s y Chilli’s).

No sabemos qué pasará; pero mientras tanto podemos aprovechar la comida rica, conveniente y barata que nos ofrecen los puestos callejeros, sobre todo los buenos como el de Carmen (esperando que no tengamos que ir a dejar flores a su calle pronto). Larga vida a la comida callejera, a Carmen, a Édgar, y a sus gordas de chicharrón de moronita.