La cocina chilanga no es una sola. Es una cocina plurinominal, adoptada, de familia numerosa. Es una cocina fascinada con su propio mestizaje, con relacionarse incestuosamente con padres y hermanos. No es una cocina acomodaticia: es una cocina rebelde, inestable desde el principio. No es una cocina que busque urgentemente establecerse. La cocina de la Ciudad de México y sus alrededores quiere estar en movimiento. Comer de pie es su medio de expresión más inteligible.
He aquí una verdad: la cocina callejera es una de las formas que tiene la ciudad –cualquier ciudad– de expresarse; y las formas de manifestarnos son las que nos hacen ser nosotros mismos: nos identifican, nos hacen uno. Entonces: la ciudad es ella, también, por su comida callejera.
Como un idiolecto, cada urbe habla a través de una cocina callejera reconociblemente suya, incluso cuando adopta los acentos o el lenguaje de otros lugares. Pensemos en el platillo icónico de la Ciudad de México: el taco al pastor.
Los tacos al pastor son los privilegiados del D.F. Son una tortilla de maíz (regularmente pequeña) con carne adobada de cerdo; guarnición de piña, cilantro y cebolla. Su salsa suele ser roja, de chile de árbol seco.
Decir “el plato clave”, puede ser ligeramente engañoso. Uno podría vivir y morir en el Valle de México sin probar un taco al pastor –y podría haber vivido una vida feliz. Somos la ciudad porcina y nuestro establo está en los alrededores de Toluca. ¿Han probado los quesos de puerco que se producen en Mexicaltzingo? Este pueblito de 12 kilómetros cuadrados tiene una lista preciosa de obradores —talleres de confección de embutidos—, mercados —uno fijo, otro itinerante— y montones de puestos de tacos.
Los obradores toman varias cabezas de puerco y las colocan en un ollón gigante con agua y sal. Horas después las sacan de ese caldero de bruja y separan sus partes: la lengua, las orejas, los ojos, los cachetes, la trompa; las pican en trozos groseros; las colocan en otra olla, donde hay manteca y caldo de puerco y sal y ajo y manojos de yerbas.
Se confitan una hora más, se embuten en un tejido de palma (tompiate se llama este tejido) y se colocan bajo una plancha de fierro: al día siguiente la gelatina natural habrá surtido efecto y éste será el queso de puerco de Mexicaltzingo, delicia impar de color que va del rosado al ámbar, al gris, que ofrece una suave resistencia a la mordida, que recuerda siempre la intervención de sus yerbas. Nótese que sólo hemos hablado de puerco, nuestro amor incontestable.
El queso de puerco es un platillo y es a la vez el principio de otro de los grandes platillos del centro del país, extendido incansablemente al norte y al sur: la torta compuesta, que va perdiendo su nombre para llamarse simplemente torta. Es una torta fría, “aunque la embarradita de frijoles refritos suele ser caliente”, como dice José N. Iturriaga, hecha siempre con telera.
Su adjetivo “alude a su secreto clave: no se trata de un pan relleno de cualquier cosa, sino de un relleno compuesto de una serie de cosas”. ¿Y los rellenos de las tortas? Queso de puerco, lomo, pierna, pavo, jamón, milanesa, pollo, chilaquiles. Y, por supuesto, tamal, ese relleno aventurado. La de tamal, por cierto, es la única de las tortas compuestas que forzosamente se sirve en bolillo y no en telera.
Pero, decíamos, la cocina chilanga no es una sola. Es una olla exprés de cocinas regionales. En las calles del Valle de México hay cochinita pibil en taco, panucho y torta; hay pozoles guerrerenses (especialmente los jueves); hay moles, tasajos y quesillos oaxaqueños (la camioneta de “productos oaxaqueños”, que también vende colaciones, es una institución de las esquinas); hay ceviches y cocteles veracruzanos (alguien podría argumentar que el platillo que conocemos como pescado a la veracruzana es tan chilango como jarocho); hay enchiladas potosinas; hay tortas ahogadas de Jalisco; hay, ya, tortas tampiqueñas de la barda (para el que no las conozca: las tortas de la barda llevan pan de sal dorado, jamón, queso, chorizo, queso amarillo, queso blanco y, plus de pluses, chicharrón en salsa verde). Agregar cecina morelense, barbacoa o pastes pachuqueños y moles y cemitas poblanas es casi redundante: Morelos, Hidalgo y Puebla comparten nuestro cielo y nuestro sol.
Pero la cocina del Valle de México es tanto sus platillos como sus ingredientes. Y los ingredientes son su milpa. La milpa no es exclusiva del Valle de México (hay milpa yucateca y nicaragüense, hermanos) pero desde su nombre, del náhuatl millipa, recuerda la vieja extensión del imperio azteca y su centro: México-Tenochtitlán.
Su expresión cotidiana está en mercados fijos y sobrerruedas, en tortillerías para las que todavía hay que hacer cola a eso de la una de la tarde; su expresión íntima, en la señora que extiende una tela en la banqueta y sobre ella coloca mazorcas, quelites, flores de calabaza, racimos de chiles.
La gastronomía del Valle de México está cambiando siempre porque mantiene los brazos abiertos. Es una cocina de migraciones, de mestizae, de adopción. Es una cocina familiar siempre a la espera del nacimiento de un nuevo miembro. Es una cocina canción de bienvenida.