Decir que uno va a comer langosta o que es una de tus comidas preferidas denota lujo y elegancia.
Y es que, además de ser delicioso, los precios de este crustáceo lo han mantenido por mucho tiempo como un privilegio reservado para los más acaudalados o para los que de vez en cuando se pueden permitir este manjar en una ocasión especial.
Pero no siempre fue así.
La langosta, a la que se le ha llamado “la cucaracha del océano”, es una muy efectiva trepadora social.
Su caso es considerado como uno de los más extraordinarios cambios de imagen en la historia de los productos: la langosta pasó de ser la comida de los más pobres a la de los más ricos.
El pasado del crustáceo vuelve a estar presente ahora gracias a una bonanza de langosta en el norte de América.
Por ello, desde hace un tiempo, está apareciendo en menús de restaurantes que antes no se habrían aventurado a ofrecer un animal de tal alcurnia.
“El producto se está democratizando“, le dijo a la BBC Adam Leyland, una autoridad en la industria alimenticia y editor de la publicación online “The Grocer”.
Como es de esperar, los precios están directamente vinculados a la regla básica de oferta y demanda. Y, en el caso de la langosta en Estados Unidos –a diferencia del maíz, trigo y la carne– su valor puede subir sin límite, pues no está sujeta a ninguna estructura de precios impuesta por el gobierno.
En 2012, por ejemplo, aumentó en un 18%.
Pero también puede caer, cuando la realidad cambia.
Y, según le dijo a la BBC la historiadora de alimentos Polly Russell, la realidad cambió “debido al cambio climático, que ha llevado a que se reproduzcan más rápido por el alza de la temperatura del mar, y también porque hemos diezmado la población de bacalao, que son su depredador natural”.
Aunque no niega que lo que dijo Russell sea cierto, Leyland señala que lo que está pasando es que “las existencias están alcanzando los niveles más altos de los últimos 100 años”, y subraya: “Eso significa que hace un siglo había una cantidad enorme de langosta disponible”.
Un detalle que no se debe pasar por alto, y que nos remonta mucho más atrás que un siglo.
Los escritos de los primeros colonos europeos que llegaron Norteamérica cuentan que las langostas eran tan abundantes en las costas atlánticas de Canadá y Nueva Inglaterra que se llegaban a acumular en las playas de la colonia Massachusetts Bay en montones que alcanzaban la altura de las rodillas.
Por ser tantas, eran indeseables: más bien un estorbo para los pescadores que lo que querían atrapar era peces.
Los nativos americanos las usaban para fertilizar los campos y como señuelo.
Los colonos se las daban a sus cerdos, vacas y gatos.
Las consideraban como “comida de pobres”: las tomaban de las pozas de marea y las aprovechaban para alimentar a los niños, a los presos y a la servidumbre por endeudamiento (criados ligados por un contrato que los obligaba a trabajar siete años a cambio de su pasaje a América).
De hecho, el prestigio del crustáceo era tan bajo que eventualmente algunos de los sirvientes en Massachusetts se rebelaron y lograron consignar en sus contratos que no los forzarían a comer langosta más de tres veces por semana.
“Las conchas de langosta en una casa son consideradas como signos de pobreza y degradación” John J. Rowan, observador inglés de costumbres norteamericanas, 1876
La suerte de la langosta cambió a finales del siglo XIX, gracias a los enlatados y el ferrocarril.
Su primer salto en el mundo del comercio llegó con la introducción de la primera fábrica de enlatados de Estados Unidos, establecida en Maine en 1841.
Aunque al principio fue difícil convencer a las tiendas que compraran alimentos enlatados, eventualmente quienes vivían en el centro del país tuvieron al alcance langosta barata en un abrir y cerrar de… lata.
Pero su estatus de miembro de la realeza, con corona de mantequilla y hierbas, servida en un trono de porcelana y plata se lo dieron los turistas.
Los encargados de los ferrocarriles descubrieron que si presentaban a la langosta como una exquisitez, a los pasajeros que no conocían su reputación les parecía deliciosa.
Y no sólo ellos.
Los restauranteros no dudaron en servírselas con pompa y ceremonia a los turistas de clase alta que venían del sur a Maine en verano, atraídos por el mar y sus exóticas delicias.
Cuando esos elegantes visitantes regresaban a sus hogares, seguían antojados de langosta. La llegada de la refrigeración permitió enviarlas vivas hasta lugares tan lejanos como Inglaterra, donde se vendían por diez veces el precio original.
Los precios de este exitoso crustáceo alcanzaron su primer punto máximo en los años 20, pero la Depresión los tiró abajo.
No obstante, para los años 50 ya había logrado cementar su reputación como manjar de los reyes, o al menos de los opulentos y las estrellas de Hollywood.
Más de un siglo antes, una celebridad ya había exaltado a la que fuera comida de prisioneros. En 1812, el “loco, malo y peligroso” poeta Lord Byron escribió en una carta:
“Una mujer nunca debe ser vista comiendo ni bebiendo, a menos de que sea ensalada de langosta y champán, los únicos manjares realmente femeninos y que la favorecen” Lord Byron (1788-1824)
“Las cosas más sobrevaloradas de la vida son el champán, la langosta, el sexo anal y los pícnics” Christopher Hitchens, autor (1949-2011)