Este contenido es cortesía de Ven a Comer, la marca creada por el gobierno federal en 2014 para identificar e impulsar acciones en materia de gastronomía como parte de la Política de Fomento a la Gastronomía Nacional.
En México la palabra café tiene muchos significados. No es extraño. Para los mexicanos hay pocas palabras unívocas, de un solo sentido. Casi todo nuestro lenguaje está lleno de interpretaciones, matices y sabores. En una cultura que disfruta de la diversidad y lo complejo, antes que de lo sencillito y ralo, el café encontró buena cuna.
Como a los mexicanos, al café le gusta la complejidad, la tropical diversidad de nuestras tierras, climas, lluvias y la mano del campesino que lo cuida. Es por eso que hablar del café mexicano en abstracto es una convención que permite simplificar lo complejo.
Es mucho mejor hablar de los cafés mexicanos, que son tantos y diversos como nuestras comidas, nuestras tradiciones, nuestros territorios y nosotros mismos: no estamos cortados por una sola tijera.
El placer de una taza de café se logra gracias a numerosos y complejos procesos. Con afán de enunciar los más representativos diremos que los precursores principales de una buena taza son: la variedad de la planta sembrada, la nutrición que le proporciona el suelo, la biodiversidad en la que está inmersa, la cosecha oportuna de la fruta madura, los procesos poscosecha, el perfil de tueste y la preparación final. Todos son importantes, aunque no igualmente determinantes.
A riesgo de ser criticado por los baristas o profesionales de la preparación, diré que la genética (variedad de la planta) y la nutrición (el suelo) son los más importantes, pues lo que en conjunto logran determina el potencial que los demás factores pueden expresar o perder. Los cafés mexicanos tienen la suerte de combinar los dos factores más importantes para la calidad final de una taza aromática.
En nuestro país se cultiva principalmente la especie Arábica, Arabica. Se trata de la especie que brinda mayor expresión de aromas y sabores placenteros. No es la única pero sí la principal.
Otras especies, como la Robusta o Canephora, se cultivan en muy escaso porcentaje. Hay países como Brasil o Vietnam que son eminentemente robusteros. La especie Arábica es el tronco principal del que se desprenden muchas variedades, cada una de ellas con una conformación estructural y genética diferente, cada una con una historia distinta que contar acerca del café. Si éste fuera música, la elección de la variedad de café sería tan definitiva como la melodía de una canción.
La tierra donde se cultiva el café es tan importante como la planta misma que florecerá, dará frutos y semillas. México es una fiesta de tierras, una sinfonía de sustratos. El mapa político nos dice que actualmente hay 16 estados de la república que lo producen; un mapa de suelos nos diría que hay infinidad de escenarios para que el café se pueda expresar, contando historias únicas desde cada uno de los orígenes en donde echa raíz.
Chiapas, Veracruz, Oaxaca, Puebla y Guerrero, considerados como los estados productores por excelencia, se hacen acompañar de Tabasco, Hidalgo, Tlaxcala, Michoacán, Morelos, Estado de México, Querétaro, San Luis Potosí, Jalisco, Colima, Nayarit. Así es como el país es muchos Méxicos para el café, proveyéndole de un amplio menú de armonías para que resuenen sus notas.
A la tierra y a la planta se suman dos actores muy importantes en nuestro país: quien cultiva y quien lo prepara. Aquí hay que tener mano para sembrar y cosechar, pero también para sazonar y preparar un buen café. Una vez más, no son las únicas manos que importan, son las que más nos resuenan.
Somos sensibles a la importancia del campesino, de ahí que nos haga sentido que nos digan que la mano del productor de café es como la mano del compositor que pone las notas en una partitura, componiendo así los sonidos originales que se expresarán en la taza de café.
Sin embargo, sabemos que sin mano no hay buen sabor, la sazón es una cuestión de dedos y pizcas. Es tan importante la mano que prepara la bebida, que roba escena en el desenlace de esta historia, llevándonos a veces al extremo de olvidar los orígenes, las variedades, los suelos y a los caficultores. Esta mano es la que hizo nacer el café de olla, uno que prácticamente sólo los mexicanos sabemos preparar, ordenar, disfrutar.
El barro sobre el fuego y la brasa, el barro que contiene el agua, es la forma en que la cocinera —en casa o en la fonda— rinde tributo a la tierra. La canela y el piloncillo son la contribución del paladar y de la mesa de los mexicanos a la bebida mundial. Los hábitos cambian, pero estoy cierto que el café de olla perdurará en nuestra mesa y en nuestra memoria sensorial.
El café está omnipresente en nuestra vida: lo encontramos en triciclos que lo llevan para acompañar un pan; en puestos de calle junto a los tamales y el champurrado; en la estufa de la casa y en la cafetera de la oficina; en estaciones, plazas, mercados, edificios y humildes chozas; en porcelana, barro, cerámica, unicel, plástico, vidrio y cristal; endulzado y para endulzar; en el campo, la ciudad, los pueblos, las carreteras, los puertos y en la montaña; en restaurantes, fondas, loncherías y hasta en taquerías.
El café es para nosotros el símbolo de la cortesía y la intimidad, de lo público, cívico y cosmopolita. Un buen mexicano no te ofrece un jugo de naranja, te ofrece una taza de café, y no hay peor médico que el que te lo quita. Y así como somos expertos en poner chile y limón a todos nuestros platillos, somos también diestros en el arte inconsciente de endulzar esa bebida.
Los sabores de los cafés mexicanos son tan numerosos como los moles, los chiles, los maíces y los frijoles. Una rueda de sabores de ellos es como un puesto de feria. Conviven las notas de chocolate y avellanas con los cítricos, los caramelos y las frutas frescas o deshidratadas, las flores y las especias. Cada uno de estos sabores representa la elocuencia de la tierra, del caficultor y de la variedad de la planta, pero sobre todo son vocablos del lenguaje universal: los cafés mexicanos forman parte del patrimonio mundial del café. Hemos aportado a esa lengua unas notas, sensaciones y carácter irrepetibles e inconfundibles.
Para quien desea penetrar en los misterios profundos del café mexicano, una sola recomendación: hay que dejarse guiar por un buen chamán, como en las experiencias ultrasensoriales del peyote y el mezcal. Los cafés del diario son sólo la mirilla a un mundo lleno de recovecos y laberintos que esconden tesoros preciosos. México ofrece ambos mundos, el comensal elige.