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Cine gastronómico: El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante

Por Mayra Zepeda

L´Hollandais era el restaurante de monsieur Richard Boarst. El mejor de todo Londres décadas antes que aparecieran The fat duck y The French Laundry. En él se servían las mejores especialidades de la alta cocina francesa.

La experiencia estaba salpicada de teatralidad, refinamiento, sabores sutiles, ingredientes cultivados en el mediodía de la Galia y los mejores vinos del mundo.

Cualquier comensal que acudiera a ese templo de Apicius podía vivirse dentro de una gran ópera francesa: apenas cruzabas las puertas que se abrían como un gran telón rojo tú comenzabas a participar del primer acto. Una bella mujer vestida a lo Gaultier, te escoltaba lentamente a tu mesa siguiendo las notas silenciosas de una marcha triunfal. El salón estaba decorado con una gran pintura de Rubens con doce burgueses sentados para departir. Tu mesa lucía una vajilla y una cristalería de sueño y cada uno de los camareros esperaban a que acomodaras la silla a tu dama para hacer lo propio contigo. Un pequeño carrito con una gran hielera y copas de flauta arribaban a tu lado y el mâitre ofrecía Champán. Apenas oías el burbujeo del vino y dabas el primer sorbo y sabías que el primer acto había terminado.

El segundo  iniciaba cuando te ofrecían el menú, impreso en una gran carta con los platillos escritos en francés, y con una traducción en lengua vernácula escrita en una letra pequeña. Por las mesas deambulaba el personaje principal: el chef, vestido de blanco y con su egregio gorro alto. Con un aire discreto se acercaba a tu mesa para sugerir platillos y modelar personalmente tu comanda. Lo podías ver entrar y salir de la cocina, vigilando que su partitura gastronómica fuera  seguida al pie de la letra por su orquesta de cocineros.

El tercer acto consistía en una Aria íntima entre tu paladar y tu olfato con los platillos que llegaban a tu mesa. Sabores y texturas exuberantes, ingredientes refinados y preparados con esmero y entrega.

El maridaje con los vinos sugeridos por el sommelier hacían redonda la experiencia: degustar, paladear, embriagarse levemente y luego volver a comenzar hasta traspasar les ors d oeuvres, la sopa, el platillo principal y culminar con los quesos. Posteriormente llegaba un nuevo carrito, ahora con unos postres maravillosos que estimulaban tu golosidad escondida, la cual se daba vuelo con la variedad de pasteles, petit fours, helados y trufas elaboradas por el repostero del lugar. Además había botellas con digestivos espléndidos Coñac, Armañac, Poire William

Se dice que en las cocinas de L´Hollandais los amantes que se encontraban en el salón acudían para sus citas secretas. En medio de la cava de quesos, de la panadería, incluso en la carnicería donde colgaban patos, ocas y faisanes los amorosos se besaban, se acariciaban  y copulaban al amparo del personal del lugar, que ahogaba los susurros de placer con el ruido de los cuchillos picando verduras, las ollas borboteando con fondos y sopas y el canto del lavaplatos que pertenecía al coro de la Iglesia del barrio.

Entrar a esa cocina era tan fascinante como traspasar un bodegón  del siglo XVII y poder ver los alimentos, los platos, las copas y los personajes en medio del claroscuro barroco más delirante.

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Pero toda esa belleza emanada del genio culinario de monsieur Richard no pudo resistir la codicia de los ladrones, quienes piensan que el cultivar el espíritu consiste en comprar cosas. Así que un día llegó mister Spica, experto en el chantaje, la extorsión y en adueñarse de lo ajeno. Un cerdo capitalista cualquiera, que está dispuesto en transformar una obra de arte como L´Hollandais en un triste negocio. Y con su brutalidad se apoderó del lugar. Pronto se vieron sentados a la mesa a un grupo de delincuentes que querían papas fritas, que no comían verduras y a una mujer mayor que pedía un poco de vino Chianty para poder llevar la botella cubierta con su red a casa y decorar su cocina.

De todos los clientes había uno especial: leía mientras comía y su experiencia culinaria era completa porque incluía conocimiento y curiosidad. Quizás eso fue lo que llamó la atención de la mujer del ladrón, una rara avis dentro de la corte degenerada de Spica. Su paladar era el más receptivo. Mantenía una relación secreta con el cocinero, quien le enviaba platos preparados para ella, y que luego fue compartiendo con el comensal lector para formar parte de una relación secreta que terminaría en tragedia, pues al descubrir la infidelidad de su mujer, el ladrón mandó matar al amante atragantándolo con las hojas de su libro.

¿Cómo vengarse de algo así? ¿Qué hacer con esos cretinos avariciosos que han destruido el buen gusto, el placer gastronómico, la experiencia estética de los alimentos al imponer su sentido de valor monetario? ¿Cómo reaccionar ante esa brutalidad?

Imaginen cocinar el cuerpo del amante caído y ofrecerlo en un banquete dedicado en exclusiva al ladrón. Y obligarlo a comer a su víctima. Y luego matarlo por caníbal.  Y entonces reconstruir el restaurante desde las cenizas para ver de nuevo florecer la simiente de la buena cocina.