La cafeína es la droga psicoactiva más popular del mundo:
estimula nuestra mente, exalta los nervios, nos roba el
sueño. Y, simplemente, nos negamos a vivir sin ella.
R. Reid[1]
Durante cientos de años, la gente ha disfrutado de alimentos y bebidas que contienen cafeína. Y cada día el mundo entero —de Oriente a Occidente— depende más de esta sustancia y de sus efectos. ¿Por qué? Quizá porque el ritmo de vida es cada vez más intempestivo y acelerado, segundo a segundo generamos nuevas expectativas para el día de mañana y queremos mantenernos despiertos y activos por muchas horas.
Este gusto y necesidad por la cafeína se hace evidente en la necesidad, que tiene la mayor parte de los habitantes de este planeta, de tomarse un café o un té en las mañanas; en el hecho de que vayas a donde vayas te ofrecen un café y muy probablemente lo aceptes; y en nuestro gusto obsesivo por los refrescos de cola, así como en la proliferación de cafecitos en cualquier esquina, lugar, barrio y rincón.
Pero lo interesante de la cafeína no es el café, sino que es la única droga —por sus efectos en el cuerpo y la mente, el que provoque adicción, etcétera— plenamente aceptada en el mundo entero, y no hay ningún país donde el café o la cafeína estén prohibidos.
Es fácil confundir el origen —o, más bien, la primera documentación— de la cafeína con el del café, ya que ambos poseen una leyenda árabe en común que explica de dónde vienen. Ésta cuenta que un pastor llamado Kaldi, tras observar que sus cabras habían «enloquecido» al comer los frutos de un arbusto, llevó las ramas y frutos de éste a un monasterio, donde se descubrió una nueva, estimulante y deliciosa infusión hecha con los granos tostados del arbusto: el café.
Sin embargo, no deja de ser anecdótico que no fue sino hasta 1820 —cuando empezaron a proliferar los cafés en Occidente— que el químico alemán Friedlieb Ferdinand Runge[2] logró aislar el alcaloide del café —causante de sus efectos estimulantes—: la cafeína.
A partir de entonces sus efectos pudieron ser mejor estudiados y se descubrió que no sólo se encuentra en el café, sino en las hojas, semillas y frutos del té, cacao, nueces de cola y en otras 60 plantas.
La cafeína se hizo necesaria cuando el hombre cambió sus hábitos de sueño y dejó de levantarse «al alba del Creador». No es coincidencia tampoco que las bebidas con cafeína se pusieran de moda durante la Revolución Industrial, pues le daba energía a los obreros e incluso evitaba enfermedades. «En un sentido la cafeína es la droga que hizo posible al mundo moderno»,[3] asegura T. R. Reid.
«El uso generalizado de alimentos y bebidas con cafeína —combinado con la invención de la luz eléctrica— permitió a la gente hacer frente a un horario de trabajo regulado por el reloj y no por la luz del día», afirma Charles Czeisler, neurocientífico de Harvard, y agrega: «Pensemos que consumimos cafeína para compensar un déficit de sueño que en gran parte es resultado del uso mismo de la cafeína».[4]
Los camioneros, los doctores de guardia, los porteros de edificio, los periodistas y los veladores la consumen por necesidad. Los ejecutivos, los oficinistas, los hombres de negocios, algunos deportistas y amas de casa la toman por gusto y porque creen y confían en sus efectos, sobre todo en la mañana, al despertar. El resto la consume por el simple y llano gusto de tomarse un café, un té o una Coca-Cola.
La cafeína pertenece al grupo de sustancias llamadas xantinas, que estimulan el cerebro al interferir en la acción de la adenosina —transmisor nervioso que produce calma y tranquilidad—, provocando euforia y fuerza por un lapso breve.
La cafeína en cantidades normales es perfectamente segura; por consiguiente, no existe ninguna razón para evitar su consumo mesurado. En dosis moderadas —hasta 300 ml diarios, lo que equivale a dos tazas de café o un tarro—, la cafeína estimula las funciones psíquicas y hace más fácil el esfuerzo y la actividad intelectual, la asociación de ideas, la atención y la creatividad, al mantener despierto y en estado de alerta a su consumidor, actuando en su sistema nervioso central y mejorando su rendimiento físico. Posee también un leve efecto diurético, aumenta la capacidad de trabajo muscular, refuerza la contracción, retarda y alivia la fatiga y los dolores de cabeza, estimula el corazón y aumenta la presión arterial.
Tomar más cafeína de la cuenta tiene sus consecuencias: eleva la temperatura corporal, el ritmo respiratorio y el nivel de ácido gástrico; provoca ansiedad, irritabilidad, insomnio, sudoración, taquicardia y hasta diarrea; en casos extremos ocasiona úlceras gástricas, insomnio crónico, ansiedad y depresión permanentes. Por eso algunos —aunque los menos, y en general forzados por las circunstancias— huyen de ella. Se ha dicho también que incrementa el nivel del colesterol, las disfunciones cardiacas e, incluso, se cree que puede llegar a causar ciertos tipos de cáncer, pero eso no ha sido comprobado.
Consumidores asiduos a este líquido aseguran que el síndrome de abstinencia no es grave, sobreponerse a la falta de cafeína es un proceso muy rápido y relativamente fácil. No obstante, algunas personas muy sensibles pueden experimentar efectos leves —como jaquecas y sueño—, aunque temporales, cuando alteran su consumo diario de manera rápida y sustancial.
De la cafeína se puede decir mucho, y más porque es el pan nuestro de casi todos los que estamos leyendo este artículo, porque es la droga más usada en el mundo y también, como decíamos, la más aceptada —compárese con el alcohol, el cigarro o incluso el chocolate—;[5] a nadie se le ocurriría decir: «Ese güey es un cafeinómano»; en cambio, sí diría: «Ése es un borracho». Menos aún se podría decir: «Por favor, absténgase de tomar café en esta sala»; y tampoco se le ocurriría tomar café a escondidas, como se comen muchas veces los chocolates. Porque, a diferencia de las otras drogas, la cafeína es la única 100% legal.
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150 ml | 200 mg
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150 ml | 115 mg
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150 g | 22-26 mg
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150 ml | 13-55 mg
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150 ml | 12-17 mg
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150 ml | 12-17 mg
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150 ml | 6 mg
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150 ml | 3 mg
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[1] En su artículo «Cafeína», publicado en National Geographic en español, enero 2005; pp. 2-33.
[2] No cabe duda que Runge fue un gran científico, también descubrió la técnica cromofotográfica en papel, algunos componentes del alquitrán de carbón, la anilina, los efectos de la belladona e inició el proceso para obtener azúcar de la remolacha o betabel. Nació en Hamburgo en 1795 y murió en Oranienburgo en 1867.
[3] T. R. Reid, Op. cit.
[4] Loc. cit.
[5] v. Algarabía 19, mayo-junio 2005; Gastrófilo: «El chocolate»; pp. 15-18.