Le presentamos en este artículo la manera de comer que propone el movimiento Slow Food, que consiste en consumir alimentos locales, saludables y de la forma más apetecible, tomándose su tiempecito y en una buena compañía. Todo lo contrario de la instantánea, hipercalórica y omnipresente fast food.
En parte porque los primeros colonizadores de la Unión Americana eran ingleses e Inglaterra se caracterizó siempre por su mala comida, por su falta de materias primas e imaginación,[1] y en parte porque llegaron a conocer un mundo nuevo en el que el pavo era el único manjar y las pequeñas poblaciones de nativos vivían aún a escala de tribus y aldeas —lo cual significaba que no habían desarrollado una cocina sofisticada—, el hecho es que los gringos nunca tuvieron «de dónde agarrarse» en cuestión gastronómica.
Pasados los años, los EE. UU. se fueron llenando de minorías — mexicana, holandesa, irlandesa, judía, sudamericana, etcétera—, cada una con sus tradiciones, que muchos conservan —como los mexicoamericanos—; sin embargo, todos los que quieren vivir en ese país deben ser primero gringos. Y por «ser gringo», me refiero a entrar en el American Way of Life, es decir, en el sistema, en el ritmo y en las formas. Una de éstas es la fast food o comida rápida,[2] que nace para satisfacer el gusto por lo instantáneo, rico y barato, que poco a poco se ha ido transformando en un monstruo dañino, hipercalórico, nauseabundo, bodriesco, entremezclado y repugnante, pero a la vez inamovible, inmarcesible, omnipresente, megalítico, expansivo e incólume en ese país y en algunos otros.[3]
La fast food nació en los años 50, con McDonald’s y con inventos como la famosa TV Dinner y fue creciendo a pasos agigantados, personificada en comida enlatada, precocida, precongelada deshidratada, botanas atestadas de sodio, especias y conservadores, alitas masivas provenientes de pollos ciegos, helados hipercalóricos que se comen directamente del envase, huevos en polvo, hot cakes ya hechos y un largo etcétera, feo, pero rápido y barato. Después de 70 años, ese estilo ha permeado de tal forma en la mente gringa que las nuevas generaciones de estadounidenses se encuentran completamente perdidas, sin tener la menor idea de qué es la comida de verdad: ni siquiera saben qué echar a la canasta, ni de dónde vienen los alimentos —piensan que los pollos se dan en el súper—, ni cómo prepararlos; no saben qué comer, cómo cocinar desde cero —y no en un abrir y cerrar de latas—, qué combina con qué, cómo se hace, y de modales en la mesa… mejor no hablamos.
Esto, aunado al fenómeno de la globalización, hace que las masas de todo el mundo sucumban ante este ogro omnipotente, y que económicamente sea de lo más rentable: consumir pera de California, blanco del Nilo japonés y maruchanes chinas constituye hoy por hoy una alternativa más práctica que comer lo tradicional, lo cultivado a la vuelta de la esquina.
Un movimiento con principios
Dentro de todo este contexto nace el movimiento Slow Food, el cual busca que los seres humanos del siglo XXI comamos cosas buenas, ricas, sabrosas y saludables, que nos caigan bien y nos hagan sentir igual. Slow Food no sólo se refiere a la comida preparada a fuego lento, de forma casera —como la mayoría de las que preparan en México las abuelitas y las mamás, o la de fondas, puestos y restaurantes—, sino también al hecho de comprar comida local, de temporada, a precio justo, para que todos en la cadena —del productor al consumidor— ganen.
Este movimiento se construye sobre un principio básico: la comida es un derecho y una necesidad de todos los seres humanos, pero es también una idea colectiva, un concepto que ocupa nuestra mente y un lenguaje común. De este principio se desprenden tres premisas:
Volver al origen
Slow Food nació en 1986 como un movimiento contracultural de la globalización y la fast food. Fue instaurado por Carlo Petrini a raíz de su protesta pública junto con otros activistas por la instalación de una sucursal de McDonald’s en la emblemática Piazza di Spagna, en Roma.
La revolución que inició Petrini contraviene la noción de que lo rápido es siempre lo mejor, y consiste en tomarse las cosas con calma y a su tiempo, saborear las horas y los minutos. El profesor Guttorm Fløistad5[4] resume esta filosofía de la siguiente forma:
Al bajar el ritmo —arguyen los teóricos de esta filosofía— podremos disfrutar más el día a día, darnos el tiempo para comer bien, comprar los productos locales, saber más de nuestra comida regional y tradicional, preparar lo que comemos con ingredientes naturales y acompañarlo con una cerveza o un vino, y en compañía de otros. Esto es mucho de lo que hacemos los mexicanos[5] cuando preparamos nuestra sopita de pasta y nuestro arrocito casero, una ensalada de nopales o una salsa, o cuando salimos a la fondita de la esquina a comer huauzontles o tortitas de papa, o cuando nos comemos un tlacoyo de haba o una quesadilla de huitlacoche en el puesto de la esquina. Todo esto es slow food, comida que se vive, que es natural, sana y que se disfruta,[6] muy diferente a comer directo de un envase con una cuchara sopera, en la soledad más absoluta frente a la computadora o la televisión.
Slow Food hoy
Slow Food no constituye una sola organización, sino una unión de varias, e incluso de productores agrícolas, que se reúnen bajo el nombre de Terra Madre para apoyarse entre ellos y difundir su filosofía. Hoy en día, es un movimiento global en el que participan millones de personas de más de 160 países.
Esta filosofía defiende el hecho de que el consumidor debe estar bien informado acerca de lo que come y también busca ayudar a la agricultura local, preservar la diversidad en los cultivos y, por lo tanto, la diversidad cultural y étnica, así como la de la fauna y la flora de cada región, justamente lo contrario a la homogenización de la comida rápida —hay McDonald’s en más de la mitad de los países del mundo—. Además, se opone a la estandarización del gusto —no a todos nos tienen que gustar las pizzas y las hamburguesas— y protege la identidad cultural relacionada con la comida y las tradiciones gastronómicas.
Slow Food cree firmemente que con nuestra manera de comer podemos influenciar en la forma de producir comida en el mundo y hacer un cambio fundamental que nos dé paz, nos quite la ansiedad y nos haga más saludables y felices. Los mexicanos tenemos tal riqueza gastronómica y tantas alternativas que podemos ser un ejemplo a seguir en este aspecto.
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[1] v. Algarabía 48, agosto 2008; Gastrófilo: «Comer en Londres»; pp. 41-46.
[2] v. Algarabía 109, octubre 2013; Gastrófilo / Puros números: «La extraordinaria ciencia de la comida chatarra»; pp. 98-105.
[3] Puerto Rico es un ejemplo claro en donde la fast food ha mermado la salud, el peso y la inteligencia de la población.
[4] Filósofo noruego nacido en 1930, es profesor de Historia de las Ideas en la Universidad de Oslo.
[5] Quizá también algunos latinoamericanos y la mayor parte de los europeos.
[6] Siempre y cuando no le agreguemos la cocota light o normal.