En el reino de la innovación, la buena cocina está de más. Los platos se sirven con conceptos, no con comida. El apasionado chef Hassan, merecedor de dos estrellas Michelín, traduce los sabores de su natal India en pequeñas dosis de sabor para transformar las anticuadas verduras de la Provence francesa en hermosas esferificaciones laqueadas gracias al uso del nitrógeno líquido.
Las joyas degustativas emergen de vapores fríos, y atienden a una clientela snob que desdeña los restaurantes y opta por los bares moleculares en los rascacielos de París.
Sin embargo, alimentar a ese público voraz y hambriento de conceptos es desgastante, pues no se conforma con un delicioso espárrago braseado y con mayonesa, sino que quiere un falso espárrago a base de una reducción de espárragos cuajado con pectina cítrica que se adereza con una espuma de aceite de olivo y yemas emulsionada con lecitina. Ese trabajo no conduce a la felicidad, sino a la triste soledad del creador obsesivo, restringido al contácto humano en sets de televisión y en sesiones fotográficas para la prensa gastronómica.
Ese chef, que alguna vez disfrutó de los sabores honestos de los alimentos frescos ¡Ah! los deliciosos erizos del mar que compraba su madre a los pescadores del golfo de Bengala y que tenían el sabor de la vida… Ahora vaga solo por las calles de París bebiendo vinos caros y sufriendo el éxito al que lo ha llevado su propio talento, lejos de la familia y del amor.
Pero, ¿cómo se llega a esa situación desgraciada? Un viaje de 10 metros puede ser el principio ideal de la cinta de la directora Lasse Hallström, quien nos cuenta la historia de Hassan.
Se trata de una película romántica que abarca la historia de amor entre dos civilizaciones exquisitas y con culinarias complejas y refinadas que han seducido a los sibaritas de todo el mundo.
Los protagonistas son un padre y un hijo de la India, y dos mujeres: la propietaria viuda de un gran restaurante y su sous chef. El romance de estas dos parejas estará aderezado con toques de la delicada cultura gastronómica francesa, hoy Patrimonio Intangible de la Humanidad, y las deliciosas especias de la India.
La sazón dramática se sustenta en la idea de que los opuestos se atraen y se complementan. Pues mientras que el protocolo francés de madame Mallori exige perfección, exactitud y un cuidado extremo de las formas, al otro lado de la calle —a tan solo 10 metros— está el restaurante de una familia india que atiende en un patio decorado con plásticos de fantasía, que escucha música alegre y que cocina con abundantes especias. Los propietarios de ambos establecimientos protagonizarán una lucha encarnizada por intentar el fracaso del oponente incluyendo el sabotaje y el complot hasta llegar al atentado. Al tocar a ese extremo, del odio se pasa al amor con tan solo un paso.
Por el otro lado, los jóvenes cocineros viven la dificil situación de enamorarse en un medio profesional en donde los dos compiten por sobresalir y por llegar al mismo puesto. Pero el amor triunfa —y en un gran parecido con las óperas del barroco— el poderoso sentimiento es capaz de dominar al destino.
La película es emotiva y visualmente sabrosa. Me hace eco especialmente por abarcar dos culinarias que me formaron profesionalmente pues mis maestros de cocina, panadería y pastelería fueron franceses. Por otro lado trabajé en cocinas de la India y para un grupo de brahamines en Nueva York, así que entiendo muy bien el conflicto que plantea la película al desear que dos mundos muy diferentes entre sí, converjan en el sabor más exquisito.
Comenzaré por platicar mi historia con la cultura gastronómica de los franceses. Tenía yo 11 años y mi madre pasó por mi a la secundaria. Me dio: “hoy comienzas tu curso de panadería. Fíjate muy bien a donde vamos, porque te regresarás solo acabando. Y a partir de mañana te vas por tu parte”. Así me botó en la pequeña escuela de La Baguette. La secretaria que había aceptado mi inscripción vía telefónica dudó de aceptar mi ingreso ¡le parecía un niño! Lo consultó con monsieur Roger, el instructor, quien exclamó: “¡Mi alumno más jóven!” y me dio la bienvenida.
El laboratorio era de lo más completo: mesas de trabajo, hornos, estufas, batidoras, utensilios, moldes, charolas, ingredientes seleccionados; y el maestro insuperable: hijo de republicano español y madre francesa, estudió en el Institut Ferrandi muchos años atrás, para luego emprender el viaje a México y dirigir la producción de una cadena de pastelerías que sería todo un éxito.
Las clases duraban 4 horas con un pequeño break para café y croissants recién horneados, que para mí eran indispensables pues no tenía oportunidad de comer antes de llegar a clase, así que mi maestro tenía la bondad de compartir conmigo trozos de jamón, embutidos y quesos apestosos con los que medio llenaba el estómago. Algo parecido a lo que se ve en la película, cuando la familia hindú tiene su primera dinner en la Provence, convidada por la bella sous chef de la que se enamorará el protagonista.
Comezamos con las bases de la panadería: la pasta de hojaldre, el pan campesino, la masa danesa para los pains au chocolat, los panes con granos, la pasta brisée para las quiche y la sablée para galletas y tartas dulces. Luego las bases para pasteles: la genoise, la creme au beurre, la creme chantilly, la mousselin, el ganache. Con maravilla veíamos cortar bizcochos, empaparlos con licores como el Kirsch y el Grand Marnier, cubrirlos de crema y rellenarlos de frutas, nueces y chocolate.
Luego vinieron las especialidades francesas: el filete Wellington (toda una pieza artistocrática), el paté de campagne, y Jaques Bergerault del Café de París enseñándonos a hacer salsa bernesa, holandesa, la roux, le demi glas, la mayonesa (que nunca me había gustado hasta ese momento) y probar alimentos que mi gusto puberto rechazaba como el pescado, el foie gras y ¡los caracoles!
Ninguna de las salsas parecía difícil. Tan solo era batir con un fuet yemas con vino blanco al estragón y agregar mantequilla clarificada, o aceite de olivo. Sin embargo una y otra vez mis salsas se cortaban en vez de lograr su consistencia ligada y vaporosa. Pude aprender que el secreto estaba en la temperatura, que se controlaba con un baño maría para lograr el equilibrio entre las densidades de los ingredientes.
Después de dos años me terminé la programación de todos los cursos. Me sugirieron hacer la carrera técnica en el Centro de Capacitación La Baguette. Ahí continué la formación. Y tuve mi primer viaje a París, una experiencia inolvidable.
Aún recuerdo salir del hotel cercano a la Place de la Bastille y toparme con un mercado sobre ruedas: los puestos de frutas con uvas, duraznos y unos higos gigantes y dulces como la miel, el puesto de la carne con los filetes atados y las terrinas, el puesto de quesos, el de verduras con los espárragos y las alcachofas mas bellos de la tierra, y cruzando la calle la boulangerie et patisserie con los panes, los pasteles, los chocolates más fabulosos que yo aprendía a hacer. Y la comida en el pequeño bistrot donde probé un vol-au-vent de queso roquefort delicioso.
Veía y probaba todo ello y me daba cuenta que se trataba de una cultura que lo incluía todo: comida, bebidas, postres, vajillas, cubiertos, restaurantes, tiendas especializadas, y todo con un protocolo increíble. Esa belleza de la cultura culinaria esta personificada en madame Mallori, la protagonista de nuestra película. Con un alma sensible para distinguir el más pequeño detalle que suma a la experiencia sublime y que observa sus reglas sin ningún reparo. Muy parecida a la encargada de la casa de utensilios MORA en el 13 de la rue Montmartre, que me recibió con cortesía pero con una distancia casi infranqueable. Yo me sentía en una juguetería —aunque ya era adolescente— y trataba de escoger aquellas herramientas que sabía que no se conseguían en México, como los pique vite para la pasta hojaldrada.
Entonces tuve la disyuntiva entre una caja de moldes de estaño para azúcar y chocolate o tres libros maravillosos. Y me decidí por los libros, que leí y releí hasta el cansancio, de igual manera que el chef Hassan de la película. Al momento de pagar dije que era estudiante y que merecía un descuento. Enseñé mi carnet del CECALAB pero no tuvo efecto, la dama era implacable. Pero cuando vió que el dinero lo saqué del fondo del calcetín creo que se enterneció y me gestionó un 15% de rebaja.
A partir de ahí me volví amante de Francia.