Imaginemos un banquete con platillos exóticos del Lejano Oriente: caracoles en conserva de vinagre, carne de perro en salsa de soya, sopa de tortuga aderezada con la sangre fresca de la misma, un delicioso sashimi de carne fresca de bisonte sazonada con jengibre crudo, huevecillos de hormiga con cebolletas picadas, arroz en todas sus variedades incluida una especie de helado que además lleva leche y alcanfor, y budines rellenos de carne o de fruta aromatizados con 26 flores diferentes. Para maridar tenemos vino de uva, arroz o mijo.
Estas eran algunas de las especialidades que se le servían diariamente a un Emperador en la Ciudad Prohibida de la China milenaria.
Alimentarlo no era cosa sencilla. Se trataba de un asunto religioso y de Estado que era cuidado de forma muy estricta por su gran corte. Él era la cabeza política de una amplia región y a su vez encarnación del poder divino en la tierra, lo que legitimaba su poderío. Así que cuando una sucesión ocurría en el linaje en el poder y se elegía al nuevo gobernante, este abandonaba a su familia para ingresar en la Ciudad Prohibida, sede del poder, y ahí sería despojado de su identidad particular hasta asumir la dignidad con la cuál había sido honrado. Con el drama que conlleva dejar de ser uno mismo para transformarse en un símbolo.
La película que sin duda nos muestra este conflicto en medio de la esplendorosa Ciudad Prohibida es El último Emperador, del genial Bernardo Bertolucci. Un filme soberbio de una belleza visual sorprendente y música fascinante.
Si bien la película no tiene un sesgo gastronómico, al director le pareció inevitable hacer referencia a uno de los actos humanos cotidianos de toda persona (incluido un Emperador chino): el comer. A través de cinco estampas, en la película, Bertolucci retrata el vínculo de Pu Yi (el último Emperador de China) y la comida.
Imaginemos a un niño pequeño nacido en el seno de la familia imperial y que por las leyes dinásticas está designado para suceder a su abuela, la gran Emperatriz quien está a punto de morir. Debido a la contingencia, el niño debe de ser trasladado a la Ciudad Prohibida para estar presente en los últimos momentos de su abuela. Y el niño llega y se adentra en la cámara principal donde monjes y sacerdotes llevaban a cabo ritos y entonan cantos para elevar al cielo el alma de la moribunda. La abuela apenas mira a su nieto y le menciona algunas de las características morbosas de su vida cotidiana, como el hecho de estar rodeada por eunucos, hombres castrados para que no la puedan embarazar. El cuerpo desfalleciente apenas es alimentado con una sopa de tortuga que emana de un gran perol donde el animal aletea vivo en el agua hirviente. Y después de un sorbo final, la muerte se lleva el alma de la soberana, dejando el cuerpo inerte con una gran perla negra en la boca.
En la segunda estampa nos enteramos que el médico del palacio vigila la alimentación correcta del niño Emperador oliendo sus heces, y reprime a los sirvientes a quienes les ordena aumentar el consumo de ciertos alimentos.
La tercera es sensual y nostálgica. Pues al ser arrebatado de la casa materna para ser coronado, el pequeño Pu Yi dejará de ver a su madre para siempre. Será acompañado por su nodriza quien lo alimentará y le prodigará toda clase de mimos y ternura durante su infancia, incluida su alimentación con su propio seno hasta una edad que las viejas esposas del antiguo emperador —quienes viven por tradición en la Ciudad Prohibida al cuidado del nuevo soberano—, consideran impropia. Así que este niño mayorcito ve un día alejarse sorpresivamente a su querida nodriza y con ella a su deliciosa teta.
La cuarta es la más fastuosa: la comida diaria del Emperador era servida por una cohorte de varios eunucos quienes le llevaban los distintos platillos preparados en las cocinas imperiales, y que eran probados antes por un catador, quien corría el grave riesgo de morir envenenado con un platillo de ponzoña preparado por un cocinero sobornado por algún enemigo del Emperador. En el ritual vemos desfilar a los viandantes en medio de danzas juguetonas y música, y el joven gobernante divertido con ese espectáculo preparado para agasajarlo y alimentarlo, ante los ojos atónitos de su instructor inglés.
Finalmente Pu Yi será devuelto drásticamente a su condición humana, ya no divina, al concluir la Revolución China. Será juzgado por traición a la patria y despojado de su dignidad política, para convertirse en un pequeño agricultor que labra su pequeña parcela para alimentar a quienes en otras circunstancias habrían sido sus súbditos.