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La singularidad de hacer las cosas al revés

Por Animal Gourmet

—Es lo que siempre había querido hacer —dijo mi compañero de silla— y a partir de ello sólo pensaba en lo elemental y ciertamente cachondo que es comer con las manos.

Una noche fresca en los calientes veranos de Baja California todo fue al revés. De forma intencional, los artífices de esta cena de la Vendimia en el Valle de Guadalupe lograron con osadía que las 90 personas sentadas en Tras Lomita —el asador campestre de Hacienda La Lomita— comieran y bebieran, en un proceso inverso, con las manos.

La Singularidad, como llamaron al momento de Vendimia en homenaje a uno a sus vinos «Singular» —un caldo siempre distinto añada con añada—, que en esta ocasión fue un Merlot 2012 honesto y bien logrado. Como casi todo lo que hace el equipo de La Lomita.

Comencé a enterarme de qué iba el evento a la hora de la comida. Generoso, Fernando Pérez Castro, nuestro anfitrión y hacedor de vinos —no omito mencionar que no me gusta que administren mi hambre—, conversaba con Gerardo Vázquez Lugo, el chef invitado, sobre el proceso creativo de la cena mientras servían unas almejas con frijoles inolvidables.

Los puedo imaginar perfectamente en una mesa de Nicos hablando —tal como me lo compartieron— de Da Vinci, de quelites y de la necesidad de hacer de éste un evento fuera de lo común, al revés, singular. Y hacía sentido, lo único de tradicional que tienen ellos es, en el caso del cocinero el apellido de su cocina, y el vitivinicultor la arquitectura de sus bodegas vinícolas.

La Edad Media vio nacer los modales en la mesa. Hasta entonces el uso de los cubiertos era inexistente y los comensales se limpiaban manos y boca, prácticamente donde pudiesen. La noche en La Lomita quiso evocar —y lo logró— esas mesas y festines medievales en un ejercicio arriesgado de diseñar un menú por tandas que comenzaba por las proteínas y vinos más complejos. Primero llegaron a nuestras manos —literal— buns de pato, lechones y un rib eye magistral que al principio me hizo titubear pero, muy rápido e increíblemente emocionada, me comí con las manos que después limpié en el mantel, previo ejercicio de chuparse los dedos. Chef y vitivinicultor habían decidido no poner ni cubiertos ni servilletas.

Sentía muchísima curiosidad de enterarme de las sensaciones que, como yo recorrían o no a los demás. Fue sencillo descifrar a mis compañeros de mesa: el artista de la noche, la agrónoma detrás del huerto o los señores de la casa. Sin embargo también quería saber qué sentía la señorita de zapatos feos o el hombre de negocios de aquellas otras mesas. Todo lo observé y, todos, gozaban de las cosas al revés.

En la segunda tanda, por arte de magia y como sucedió en el Renacimiento, el cambio de mantel y servilleta llegó con la milpa: tamal de cuitlacoche, quelites divinos, esquites y «Sacro», un vino que a mi me gusta mucho.

El escenario de La Singularidad en La Lomita. // Foto: Hacienda La Lomta (Facebook).

El escenario de La Singularidad en La Lomita. // Foto: Hacienda La Lomita (Facebook).

La Lomita es un proyecto joven pero cargado de conocimiento y, además, de voluntad, empeño e ideas muy claras respecto de su propuesta vitivinícola. Lo han hecho realmente bien; el vino gusta, la tierra agradece y cada cosa tiene un argumento que hace sentido.

El fin de la cena era el comienzo de cualquier otra en otro lugar y en otro momento: la mar y sus productos llegaron a la mesa y tocó el turno del blanco de la noche «Espacio en blanco», un Chardonnay 2014 redondo. El Valle de Guadalupe genera cierta transformación en quien se deja; yo fui laxa hace ya un tiempo y, esa noche, a los comensales de Tras Lomita se les notaba que aún lo eran.

Regresando a casa esa noche pensé en que es un atrevimiento el concepto de la cena, pero también lo es —reflexionaba ya en las curvas hacia Tecate— que La Lomita y La Carrodilla, la vinícola hermana, también lo son y eso es de celebrar. Más y mejores proyectos singulares.