Desde pequeña me ha interesado ese mucílago que a muchos encanta. Al camión en el que viajaba para llegar a mi casa, se subía un señor a vender la jalea con firme consistencia: «gelans, gelans…», decía, mientras las llevaba y traía en su gelatinero de cristal, y eso despertaba mi curiosidad, tanto como sus variados colores, en especial cuando las gelatinas son traslúcidas y parecen brillar y refrescar —sobre todo en temporada de calor—. Y es que las jaletinas[1] son, o viven, por su color: se sabe que su sabor es de limón con sólo verles lo verde.
Sus tintes luminosos combinan perfectamente con las fiestas, pues la jaletina —como mi abuela María Luisa la llamaba y con la cual me llegó a peinar— es compañera frecuente de su compadre, el pastel, y cuando uno la lleva a la boca es como comerse un juguete, pues es bien sabido que se usa para entretener a los bebés y preescolares, y es divertido cuando los moldes les dan formas geométricas, de estrellas o animalitos. Por ello, son sinónimo de la festividad y la alegría, sin olvidar que su dulce sabor —porque la gelatina contiene diversos azúcares— es infalible hasta con los remilgosos paladares infantiles. Pero no sólo por eso es tan popular en el mundo, sino que está en boca de muchos por los beneficios que genera su consumo.
La gelatina es 84 a 90% proteína pura que nuestro organismo necesita todos los días. Se obtiene de materias primas animales, como cuero de cerdo, piel y huesos de ternera, de pescado o de otros animales, y también a partir de sustancias proteínicas vegetales como el alga marina, el almidón y la celulosa —éstas últimas, sin embargo, implican una producción más costosa y tienen menor calidad—. Además, tiene diversas propiedades útiles en la industria alimentaria: gelifica, espesa, absorbe el agua, emulsiona, espuma y estabiliza; además, produce un gel termorreversible —es decir, se funde con la temperatura corporal, así que se deshace en la boca—, lo que provoca una sensación particular y muchas veces no necesita la adición de sal o azúcar, y, por si fuera poco, también es buena para «hacer estómago», pues es útil a la flora, se digiere con facilidad y se absorbe completamente por el cuerpo pues contiene muy pocas grasas.
Las abuelitas dicen que la gelatina es muy buena para mantener un pelo bonito y unas uñas fuertes. Esto se debe a que es una proteína colágena cuyos aminoácidos —glicina y prolina— son benéficos para el metabolismo de las estructuras del tejido conjuntivo y, por ende, para el pelo. Por otro lado, resultados de diversas investigaciones científicas confirman que la gelatina tiene un efecto regenerador sobre el aparato motriz, sobre todo en los huesos, cartílagos, tendones y ligamentos. Existen enfermedades como la artrosis —desgaste de las articulaciones—, la osteoporosis, y lesiones por practicar deportes extremos y trabajo físico duro, que pueden prevenirse con una alimentación que incluya las proteínas que contiene la gelatina.
La tía Chivis cuenta que a todos los niños de la familia se les ha dado a morder patitas de pollo hervidas —totalmente gelatinosas—, y que en el Medio Oriente —de ahí es su suegra— se prepara una sopa de pata de vaca hirviéndola con agua y sal, y se sirve con limón y sal; debido a su alto contenido de «grenetina natural», cuya consistencia, cuando se enfría, se hace gelatinosa y espesa —«Si lo enfrías y luego volteas el molde ¡no se cae!», explica emocionada—. Dado que en aquellas latitudes los climas son extremos, la gente requiere de esa sopa para mantener sus huesos, uñas y pelo sanos. Hoy en día, la suegra de mi tía Chivis toma consomés gelatinosos para aliviar sus dolores reumáticos y todos los días se puede encontrar en su refrigerador gelatinas para dar y repartir, de las cuales, siempre ha dado una ración extra a las embarazadas de la familia.
Hoy en día, una parte de la tradición que acompañaba a las jaletinas, por desgracia, ha desaparecido. En estos días ya es difícil ver a los del oficio con su gelatinero de cristal —como el que se subía al camión de mis infancias— pregonando su producto, y en su lugar estamos inundados de gelatinas hechas en serie que, de plano, no tienen el mismo encanto.
A pesar de esto, las jaletinas, ya sean de agua o de leche,[2] de cajita o, un poco más natural, de «grenetina pura», pueden encontrarse por doquier. Su presencia es indispensable en las fiestas infantiles, en cumpleaños, aniversarios, xv años, bodas y demás festejos familiares, formales e informales, y está presente dentro y fuera de las escuelas, en pastelerías y panaderías, en las calles, como comida para enfermos en los hospitales, en un concierto de Radiohead, y en restaurantes para todos los bolsillos.
Además, están disponibles en diversas presentaciones, desde el típico vasito de plástico transparente, sobre el papelito de cera, con o sin fruta, hasta en complejísimas versiones «artísticas» en las que algunas señoras hacendosas se esmeran para quedar bien con la comadre, el marido o la familia, o aquéllas que las más habilidosas elaboran con paciencia —y materiales nada baratos— para ocupar su tiempo libre, y que después montan en sofisticados refractarios. ¿Ha visto usted unas gelatinas que tienen coloridas flores en su interior o hasta un jardín completo? Hay cursos para eso. Pero como no es necesaria gran ciencia para preparar buenas gelatinas, y para que no se quede con el antojo, aquí le dejo la recetita de una que dejará a sus comensales temblando como ídems:
Ingredientes para preparar la gelatina
Para preparar el mousse
Extras
Modo de preparación
La grenetina asegura una consistencia cremosa y logra que se derrita deliciosamente en la boca. Sirva este postre con vino de mesa dulce y convierta la tarde, o la velada, en un completo éxito.
[1] Según el Diccionario de la Lengua Española, jaletina —del francés gelée— y gelatina —del latín gelatus— tienen acepciones distintas, pero un uso prácticamente indistinto. La única diferencia es que el primero es un término más viejo que tiende al desuso y que por eso a veces se toma por incorrecto.
[2] No confundamos las gelatinas de leche —que se elaboran con grenetina previamente disuelta en un poco de agua, leche hirviendo, saborizantes y caramelo— con los flanes, que se hacen con leche cocida con vainilla, huevos enteros y leche condensada, se cuecen al horno o a baño maría, y de los que ya habrá oportunidad de hablar.